Fragmentos de:
MEMORIA DE LA FILOSOFÍA
POR
AUGUSTO KLAPPENBACH MINOTTI
Los viejos griegos.
Aunque no lo sepamos, hablamos como
griegos, pensamos como griegos y conservamos muchos de sus gustos y valores. Y
todo eso, cosas de la historia, aunque Grecia sea hoy poco más que una oferta
turística en las agencias de la Unión Europea.
El
escenario.
En aquellos tiempos, Grecia no era un
país. Desde el sur de Italia hasta las costas del Asia Menor, pasando por lo
que hoy llamamos Grecia, surgieron varias ciudades -pequeñas para los
criterios actuales- cada una de las cuales constituía un Estado independiente,
con su propio gobierno y sus propias leyes. Las unían, sin embargo, algunos
vínculos como el idioma –todas hablaban griego, con algunas variantes- ciertas
tradiciones literarias folklóricas y religiosas, como los poemas de Homero y de
Hesíodo, y la realización periódica de los Juegos Olímpicos, que convocaban a
los mejores atletas de esas ciudades en Olimpia. Eran ciudades prósperas, cuya
dedicación al comercio marítimo les aseguraba un continuo contacto con otras
culturas y otras ideas, y en las cuales dominaba lo que hoy llamaríamos una
burguesía acomodada que podía dedicarse al ocio creativo en la medida en que
sus necesidades productivas estaban cubiertas por el trabajo de sus esclavos.
Como se ve, las ciudades griegas -a las que en adelante llamaremos las polis, para diferenciarlas de lo que
hoy entendemos por ciudades-
estaban lejos de constituir un poderoso imperio al estilo de Egipto o de
Persia: eran sociedades de clase media, la mayoría de cuyos habitantes
seguramente estaban más preocupados por vivir bien que por pasar a la historia
por sus grandes hazañas.
¿Cómo se explica entonces que en estas
modestas polis se produjera la revolución cultural más importante quizás de
toda la historia, al menos de la historia occidental? Probablemente no exista
una respuesta global a esta pregunta. Como sucede en la vida humana, en la
historia aparecen a veces consecuencias que superan sus causas. Se han
mencionado algunas particularidades de las polis, todas ellas ciertas pero que probablemente no llegan a
explicar “el milagro griego”. Por ejemplo, la creciente democratización de sus
clases dirigentes, que reemplazaron progresivamente a una nobleza más
preocupada por el poder que por la cultura, su carácter de ciudades portuarias
dedicadas al comercio, que les obligó a abrir su mente por el trato constante
con otras formas de vida y otras maneras de pensar, y sobre todo las
peculiaridades de su religión.
A diferencia de otros pueblos de su
época, la religión griega tenía más de poético y folclórico que de sagrado y
mistérico. Las aventuras de los dioses y las diosas griegas, bellamente
narradas por sus poetas, expresan todas las pasiones humanas: los dioses y las
diosas se enamoran, tienen celos, se tienden trampas, tienen hijos con los
mortales, protegen o castigan a los humanos según su capricho y, en general,
son personajes que comparten las grandezas, miserias y debilidades de sus
fieles. Este tipo de religión deja espacio para que los creyentes busquen por
sí mismos las respuestas a las grandes preguntas que las grandes religiones se
han ocupado de responder. Un egipcio o un hebreo, por ejemplo, anonadado ante
la grandeza y el poder de sus divinidades, no necesita elaborar una filosofía:
su religión, por medio de sus sacerdotes y profetas, se encarga de pensar por
ellos, de enseñarles cuál es el sentido de la vida y el contenido del bien y
del mal. Los grandes dioses de la antigüedad no permiten que se les mire a la
cara, y la única relación del creyente con ellos consiste en la adoración
sumisa. El griego, en cambio, establece con sus dioses una complicidad en
ocasiones festiva, que le deja espacio para buscar en otra parte las respuestas
a las grandes preguntas de la vida. La filosofía encuentra así un terreno libre
para plantear sus cuestiones y sobre todo, un ambiente tolerante que permite
respuestas diversas y contradictorias, en la medida en que no están
garantizadas por una instancia sobrenatural sino que provienen de la modesta
razón humana. Por el contrario, cuando declina la época clásica y la crisis
histórica y cultural se generaliza, muchos griegos comienzan a buscar
respuestas en religiones importadas de oriente, menos tolerantes y más
absorbentes. Pero nos ocuparemos de esto más adelante, ya que todavía faltan
varios siglos para que suceda.
El mito y el logos.
Los humanos tenemos una inveterada necesidad de explicar el mundo en que vivimos. No
nos basta con adaptarnos a él, aprovechar sus ventajas y evitar sus peligros,
como tratan de hacerlo los demás animales. Tenemos la manía de preguntarnos por qué las cosas son así y no de
otra manera, y ello aunque ese por qué
carezca de utilidad inmediata. Queremos saber por saber y esa curiosidad es
quizás una de las características más específicas de nuestra especie.
De ahí que aun los pueblos más
primitivos hayan buscado explicaciones al mundo que les rodea. Y las primeras
explicaciones de las que tenemos noticias toman la forma de relatos. Pero unos relatos que no
buscan tanto entretener o agradar cuanto transmitir al oyente una explicación
de la realidad. Una explicación, en la mayoría de los casos, sembrada de
elementos sobrenaturales, de dioses y demonios, de potencias positivas o
negativas de carácter sobrenatural, pero que no pierde de vista la realidad de
la vida humana.
Un ejemplo típico de mito lo encontramos
en El Banquete de Platón,
quizás narrado con cierta ironía. Aristófanes -uno de los asistentes al
banquete que da nombre al diálogo- trata de explicar el amor humano acudiendo a
un mito. Según él, en tiempos remotos los sexos no eran dos sino tres: hombres,
mujeres y andróginos, que participaban de ambos sexos. La forma de todos era
esférica, con cuatro brazos y cuatro piernas, como si dos personas de las
actuales se unieran por la espalda. Como se sentían muy poderosos, cometieron
el peor pecado de la cultura griega: la hybris,
la soberbia del hombre que trata de equipararse a los dioses. Zeus, para
castigarlos, los divide en dos, dejándolos como son ahora. De tal modo que cada
uno de las mitades resultantes busca a su otra mitad: las mitades de los
andróginos buscan al sexo opuesto (heterosexualidad), las mitades de los
hombres buscan a otro hombre (homosexualidad masculina) y las mitades de
mujeres buscan a otras mujeres (homosexualidad femenina). Y a su vez estos
amores participan de los astros: el sol (principio masculino) la luna (principio
femenino) y la tierra (que participa de ambos)
Como se ve, el relato contiene elementos
sobrenaturales y fantásticos, pero la explicación no puede calificarse sin más
como falsa. Buena parte de la literatura amorosa de nuestra cultura describe el
amor como la aspiración de dos personas a unirse en una sola: “seréis dos en
una carne”, dice el ritual del matrimonio, mientras que el lenguaje popular
habla de “media naranja”. En los mitos, el relato fantástico sirve de vehículo
a una concepción de la vida humana en ocasiones de una riqueza y profundidad
que no tiene nada que envidiar a explicaciones más racionales. La mitología
griega, en particular, es capaz de transformar en relatos algunas experiencias
que se resistirían al lenguaje abstracto de la ciencia.
Pero los griegos, sin abandonar el mundo
de los mitos, buscan otros caminos para explicar la realidad. Y lo encuentran
en lo que se ha llamado el camino del logos.
Como sucede con tantas palabras griegas, la traducción de logos es muy difícil: su significado
primitivo remite a la idea de juntar, de reunir, de recoger. Y a partir de allí
su significado se dirige al lenguaje. Significa, entre otras cosas, palabra,
dicho, definición, razón, explicación, afirmación, discusión, argumento,
razonamiento, tratado, estudio, concepto, pensamiento y otras muchas
acepciones. De entre ellas, nos interesa fijarnos en dos: logos significa a la vez lenguaje y
razón. Y esta coincidencia no es casual. El nuevo camino explicativo que van a
emprender los griegos consiste en apelar a la razón renunciando al relato. Pero
la razón humana no tiene otra manera de desarrollarse si no es por medio del
lenguaje, de la palabra. Los relatos del mito serán sustituidos por conceptos,
por palabras que renuncian a contar historias y tratan de apresar la esencia de
la realidad.
Los primeros pasos de la filosofía.
En cualquier caso, los griegos siguen
pensando sobre el mundo, preocupados por explicarlo. Y lo primero en que se
fijan es en la naturaleza que les rodea. El problema que les preocupa podría
describirse así: la naturaleza incluye muchas cosas: las montañas, los mares,
los pájaros, las fieras, el rayo, la lluvia, los insectos. La inteligencia se
desorienta ante tal multiplicidad: es necesario encontrar un orden en medio de
este caos. Y para encontrarlo es preciso fijar un criterio que permita
ordenarlo, es decir, un punto de vista que permita reunir cosas muy distintas
bajo un único concepto. Recordemos que la palabra logos evoca la idea de recoger, juntar, reunir. Es lo que hacemos
todos los días cuando usamos el lenguaje: llamamos hombre o mujer a
una persona alta, baja, blanca, negra, joven o vieja, así como reunimos bajo el
concepto vegetal objetos tan
diferentes como un álamo, una rosa o una lechuga. Siguiendo el modelo del lenguaje,
esos primeros filósofos se esforzaron en encontrar algo común, que fuera el origen de todo lo que nos rodea y que
hiciera comprensible para la inteligencia la desordenada variedad de las cosas
naturales. Y lo buscaron en la misma materia, sospechando que la diversidad no
era otra cosa que las sucesivas transformaciones que sufre ese elemento común,
cargado todavía de un fuerte simbolismo religioso, que ellos llamaron la physis, palabra que podría traducirse
por naturaleza, recordando que
ambos términos aluden al nacimiento:
aquello de lo que todo nace.
Los físicos.
Así, por ejemplo, Tales de Mileto
(el primer filósofo del que tenemos noticias) supuso que ese elemento común que
está en el origen de todos los elementos naturales era el agua. No le faltaban
razones: el agua, protagonista de muchas cosmogonías, es capaz de sufrir
transformaciones por las cuales pasa del estado líquido al sólido y al gaseoso
y constituye la condición necesaria de la vida. Anaximandro, sin
embargo, supuso que este origen no había que buscarlo en un elemento tal como
lo conocemos sino en una especie de materia primordial que está en el origen de
todos ellos pero no se identifica con ninguno y le llamó el ápeiron (lo indefinido) Anaxímenes
prefirió elegir el aire, que todo lo envuelve, a todas partes llega y
constituye el soplo vital de los seres animados. En cualquier caso, y más allá
de la ingenuidad de estas explicaciones, estos primeros filósofos dan un paso
decisivo en nuestra manera de entender el universo. La necesidad de explicar el
mundo en que vivimos, necesidad que no compartimos con los demás vivientes, ya
no busca la explicación en relatos sobrenaturales, en historias fantásticas en
las que intervienen dioses y demonios sino en la naturaleza misma, en una
reflexión sobre el mundo que renuncia a lo sobrehumano y se conforma con las
modestas fuerzas de nuestra razón.
Estos primeros filósofos, de quienes no
conservamos ningún texto y de los que sólo tenemos noticias por referencias de
otros pensadores posteriores, fueron llamados los físicos por su búsqueda de la physis. Vivieron en Jonia, en ciudades griegas situadas en el
territorio del Asia Menor, que hoy corresponde a Turquía, durante el siglo VI
antes de Cristo.
En el mismo siglo, pero a muchos
kilómetros de Jonia, en el sur de Italia, se desarrolla otra escuela de
pensamiento totalmente distinta pero que busca lo mismo: poner orden en la
variopinta diversidad de la naturaleza. Es la escuela de Pitágoras, que
fundó una especie de monasterio filosófico con una rígida disciplina. A su
juicio, ese principio del orden natural no hay que buscarlo en un elemento
físico sino en un principio formal: el número. “Todas las cosas que se conocen
contienen un número, pues sin él nada sería pensado ni conocido”, decía
Pitágoras. Adelantándose a la física moderna, los pitagóricos afirman que el
universo está regido por leyes matemáticas, que explican desde el movimiento de
los astros hasta la armonía musical y la misma vida humana. Si bien hay que
recordar que, como en caso de los físicos, ese principio está teñido de una
concepción simbólica y religiosa que la distingue del pensamiento científico.
Los metafísicos.
Volvemos a las costas del Asia Menor, a
la ciudad de Éfeso. Surge allí uno de los pensamientos más importantes de esta
primera época, que tendrá una enorme influencia posterior. Heráclito vive
entre el siglo VI y el V a. C. y según él la realidad consiste en un continuo
proceso imposible de detener y fijar, como las aguas de un río. Este proceso
funciona movido por la contradicción: la lucha de contrarios (como la noche y
el día, lo seco y lo húmedo, lo frío y lo caliente) hace que nada sea lo que
es. Todo es un continuo flujo, un constante devenir, incluyendo nuestra vida
humana. Pero sin embargo esta contradicción permanente entre el ser y su
negación se resuelve en una armonía universal, en un orden que integra los
polos opuestos en un perfecto equilibrio. El logos es capaz de reconciliar los contrarios, como el acorde una
lira nace de las distintas notas que surgen de ella. Si los físicos elegían
como principio elementos estáticos, como el agua y el aire, Heráclito busca en
el fuego el elemento primordial, un elemento que en ningún instante es idéntico
a sí mismo y que nace de la negación de aquello que lo alimenta.
Pero una vez más tenemos que emprender
un largo viaje y volver al sur de Italia, a la ciudad de Elea. Casi
contemporáneo de Heráclito, Parménides concibe la realidad de modo muy
distinto. Para él, el ser es lo único que existe y el no-ser no existe, de tal
modo que ni siquiera se le debe nombrar. Pero si tomamos en serio estas
aparentes trivialidades, llegamos a la conclusión de que todo cambio es una
mera apariencia. Porque si cambiar es pasar “de ser algo” a “no ser algo” (o al
revés) y uno de esos términos (el no-ser) hemos dicho que no existe, sólo
podemos llegar a la conclusión de que nuestra razón sólo puede admitir la
existencia del ser inmóvil e inmutable. Y único, porque lo que distinguiría a
un ser de otro sería precisamente que uno de ellos “no es” el otro. Y ya hemos
vuelto a pronunciar la palabra prohibida: el no-ser. Y, por supuesto, eterno.
Si no fuera eterno ¿qué hubiera podido existir antes (o después) del ser? ¿El
no-ser? A estas alturas, es ocioso recordar que el no-ser no existe...
Nuestro sentido común se rebela ante
estas conclusiones, que parecen meros juegos de palabras: vemos todos los días
que los seres que nos rodean son muchos, cambian, se mueven, aparecen y
desaparecen. Parménides no lo negaría. Pero eso sólo demuestra que nuestros sentidos
no son capaces de ofrecernos la verdadera realidad, aquel principio que los
griegos están buscando desde hace ya un siglo y que no se deja atrapar por la
vista o el oído y que sólo se muestra a la razón. En los comienzos de la
filosofía ese principio fue un elemento material (el agua, el ápeiron, el aire), luego lo buscaron
en el número y ahora se piensa en una realidad meta-física, es decir, situada
más allá del mundo físico de nuestros sentidos, ya se trate del devenir de
Heráclito o del ser de Parménides. Y eso que el camino del logos recién está empezando.
Esta concepción del ser de Parménides
como único, eterno, inmóvil e inmutable va a tener una enorme influencia en
todo el pensamiento posterior. Cuando hablemos de Platón vamos a tener ocasión
de recordar este tema y cuando, mucho más adelante, el cristianismo construya
su propia filosofía, su concepción de Dios va a heredar las características del
ser de Parménides. Pero no nos adelantemos.
Los pluralistas.
Se llama así a algunos filósofos que van
a tratar de reconciliar el ser único e inmutable de Parménides con el hecho
evidente del cambio. Ellos van a aceptar que el ser no cambia, pero negarán que
sea sólo uno, y afirmarán que la naturaleza surge de la combinación de varios
principios.
Así, por ejemplo, Empédocles recurre
a los cuatro elementos tradicionales: el aire, el agua, la tierra y el fuego,
que ya habían inspirado a algunos filósofos que conocemos. Estos elementos,
entremezclándose, adoptan pluralidad de formas, como dice en uno de sus poemas,
hasta el punto que los mismos dioses están compuestos de ellos. Los elementos
se unen y se separan movidos por dos principios activos: el amor y el odio. El
tiempo no es más que la incesante repetición de estas uniones y separaciones,
que continuarán eternamente.
Anaxágoras va más allá. No se trata de cuatro
elementos sino de infinidad de semillas, cada una de las cuales contiene las
cualidades de todas las cosas, y por eso pueden transformarse sin dejar de ser
lo que son. Pero, como siempre, la combinación de estas semillas (spermata, en griego) no está librada
a la casualidad. Todo el mundo está regido por una mente o inteligencia (el nous, en griego), independiente de
esas semillas, una especie de amor intelectual que genera una especie de torbellino
que une y separa esas semillas.
Demócrito es probablemente el más maduro de los
pluralistas. Su filosofía anticipa, a su modo, conclusiones que la física
moderna va a tardar siglos en postular. Según él, todo lo que existe está
compuesto por partículas simples llamados átomos, que etimológicamente significa “lo que no puede
dividirse”. Los átomos se parecen al ser de Parménides: son eternos e
inmutables, pero se distinguen entre sí por la forma, el orden y la situación y
su número es infinito. Según la forma en que esos átomos se combinen en el
vacío tendremos la diversidad de seres que pueblan nuestro mundo y sus
constantes cambios se deben al constante movimiento (torbellino) a que están
sometidos: cuando se juntan producen la generación y cuando se separan la
corrupción.
Evidentemente, hay enormes diferencias
con la teoría atómica de la física moderna. Pero si tenemos en cuenta que
Demócrito escribe en el siglo V antes de Cristo, basándose únicamente en el
pensamiento racional y sin ninguna base experimental, no podemos menos de
sorprendernos de que formulara un sistema que tanto se acerca a la concepción
moderna de la materia. Es verdad que la combinación de los átomos es la que
produce las diferencias entre unos seres y otros: el agua es agua porque se
combinan dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, pero si otro átomo de
oxígeno se les une se convierte en agua oxigenada. Y así con todo.
La teoría atómica de Demócrito (y de un
posible maestro suyo que fue Leucipo) va a ser retomada más adelante por
los epicúreos, que extraerán de ella preceptos morales, e incluso va a inspirar
la poesía de Lucrecio, ya en el mundo latino.
Recapitulando.
En adelante nuestra historia va a
desarrollarse en un nuevo escenario. Pero antes de dejar a estos primeros
filósofos (que suelen llamarse los presocráticos, aunque algunos fueron
contemporáneos de Sócrates) conviene echar una mirada al camino que hemos
recorrido hasta ahora.
Nos hemos encontrado ya con un problema
que nos va a acompañar a lo largo de toda la historia y que para algunos
constituye la prueba de la inutilidad de la Filosofía. Cada
filósofo rechaza lo que dijo el anterior y propone su propia solución al
problema. Parece que cada uno está empezando de nuevo la historia del
pensamiento, cosa que no sucede, por ejemplo, en la ciencia. Tales afirma que
el principio es el agua, Anaximandro que es el ápeiron, Pitágoras que es el número, Heráclito habla del
devenir, Parménides del ser, etc. Y la historia del pensamiento seguirá por ese
mismo camino.
Sin embargo, en lo poco que llevamos
visto aparece ya una unidad muy profunda. Como hemos dicho antes, en el fondo
de todas esas respuestas diferentes, estos primeros filósofos buscan, cada uno
a su modo, un principio único que explique la diversidad de las cosas
naturales. Los sentidos, -la vista, el oído, el olfato...- nos ofrecen multitud
de datos desordenados y revueltos: vemos colores, formas, oímos sonidos graves
y agudos, ruidos, música. Pero si queremos pensar acerca de lo que ellos nos informan, no tenemos más
remedio que reducirlas a conceptos,
es decir, a unidades que abarcan muchos datos de los sentidos reunidos en un
mismo significado. Cuando hablamos de “la humanidad”, por ejemplo, o del
“universo”, no nos estamos refiriendo a un confuso montón de impresiones
sensitivas (aunque ellas sean necesarias para formar esos conceptos) sino que
estamos apelando a lo que esos viejos griegos llamaban logos: recordemos una vez más que su significado originario era
el de reunir, juntar.
Y esa tarea de buscar la unidad detrás
de la diversidad de las apariencias es lo que hace desde el lenguaje cotidiano
(que llama “animal” al mosquito y al elefante) hasta la ciencia más avanzada
(los físicos actuales tratan de encontrar una fuerza única que unifique las
cuatro fuerzas que rigen el universo). Y esa tarea la inician, de modo
tentativo y a veces ingenuo, estos primeros filósofos, que tratan de descubrir
un principio único y permanente detrás del aparente desorden de la naturaleza.
El hombre y la política: los sofistas.
Como habíamos anunciado, cambiamos de
escenario. Hasta ahora nos hemos movido a saltos por todo el territorio de lo
que se ha llamado “la magna Grecia”, que incluye lo que hoy llamamos Grecia
junto con el sur de Italia y las costas del Asia Menor. (Notemos, de paso, que
los filósofos del Asia Menor, como los físicos, tienden a pensar de un modo más
concreto y material que los del sur de Italia, como Pitágoras y Parménides, más
proclives al pensamiento formal y abstracto).
Pero en adelante la gran Filosofía se va
a concentrar en Atenas, la ciudad que hoy es capital de Grecia. Y al hacerlo,
va a cambiar su centro de interés. Porque en Atenas, durante el siglo V antes
de Cristo, se va a implantar un sistema político totalmente novedoso en el
mundo antiguo: la democracia.
La democracia ateniense (como es sabido
la palabra democracia significa
poder del pueblo) no es
comparable con las democracias modernas. En primer lugar, no participaban de
ella ni los esclavos, ni las mujeres ni los llamados metecos, los naturales de otras ciudades griegas, lo cual reduce
la participación del pueblo a una mínima parte del total: los atenienses
varones y libres. Además, se trataba de una democracia directa y no
representativa como las actuales: el pueblo decidía los asuntos públicos por
votación en grandes asambleas. Muchos cargos, además, se ejercían por sorteo
entre los ciudadanos, en turnos rotatorios.
Pero más allá de estas peculiaridades y
de su carácter limitado, resulta sorprendente la mera existencia de este
sistema político cinco siglos antes de Cristo. Pensemos que en nuestro mundo
occidental la democracia no comienza a implantarse hasta fines del siglo XVIII,
y ello con muchas restricciones: el voto femenino, por ejemplo, no se autoriza
en muchos países hasta bien entrado el siglo XX. Como en tantos temas, los
griegos adelantaron formas de vida que serían recogidas por occidente muchos
siglos más tarde.
Pero lo que nos interesa para nuestra
historia es la influencia que tuvo esta democracia naciente en la Filosofía. En un
régimen democrático, a diferencia de los regímenes autoritarios, es necesario convencer a los demás de que nuestra
propuesta es la mejor, asegurándose así los votos suficientes para sacarla
adelante, cosa que no necesita el monarca absolutista o el dictador, que
imponen su voluntad sin discusión. Pero para convencer es necesario saber
desarrollar los argumentos que justifican nuestras propuestas. De tal modo que
se crea en Atenas una demanda de profesores de retórica, que es precisamente el
arte de convencer. Y a esas demandas responde un grupo de filósofos a quienes
se les ha llamado los sofistas.
Los sofistas, por lo tanto, se dedican a formar políticos y para ello echan
mano de la filosofía. Sólo que su filosofía ya no va a preocuparse tanto de la
naturaleza y sus principios sino sobre todo del hombre y la vida política, de
preparar ciudadanos que sepan proponer las mejores leyes, es decir, las leyes
más convenientes para la polis. El afán de buscar la verdad oculta de la
naturaleza, propio de los filósofos anteriores, va a convertirse en la búsqueda
de las razones que resultan más útiles para justificar las leyes que el
político propone. De tal modo que los sofistas van a renunciar a la búsqueda de
la verdad absoluta. Las leyes -y su justificación filosófica- no son verdaderas
ni falsas, sólo son más o menos convenientes: más que buscar la verdad, se
trata de ponernos de acuerdo en lo que más nos conviene. De ahí el llamado
“relativismo y convencionalismo sofista”: el criterio de la filosofía ya no será
“natural” sino “antropológico”, es decir, relativo al hombre en su situación
concreta. Una famosa frase de Protágoras hay que entenderla en este sentido:
“el hombre es la medida de todas las cosas”: ya el hombre no depende de las
leyes naturales que buscaron los presocráticos sino que él mismo establece la
ley.
Los sofistas tienen muy mala prensa,
debido a las críticas de Sócrates y Platón que enseguida veremos. Se les acusa
de cobrar por sus enseñanzas, de despreciar la verdad objetiva reemplazándola
por un oportunismo interesado, de compromisos con el poder que cuestionan la
pureza del pensamiento filosófico. Sin embargo, los sofistas fueron quizás los
filósofos de la democracia, que dieron un paso decisivo para adecuar el
pensamiento filosófico a los intereses de lo que hoy llamaríamos “clases
medias”, abandonando el carácter aristocrático de la filosofía anterior.
Introdujeron en el pensamiento filosófico ideas que hoy consideraríamos
modernas, como cierto cosmopolitismo que adelantaba la afirmación de la
igualdad de todos los hombres, incluyendo en algún caso el rechazo de la
esclavitud y una actitud agnóstica con respecto a la creencia en los dioses. En
cualquier caso, no se puede negar que tuvieron una gran importancia en la
historia del pensamiento al comenzar una reflexión sistemática, que ya nunca se
abandonaría, acerca del hombre y la política.
Sócrates: presentación (470-399 a . C.).
Sócrates, que se sepa, no escribió una
sola línea y sin embargo es uno de los filósofos que dividen en dos la historia
del pensamiento: antes de Sócrates y después de Sócrates, como sucederá mucho
más adelante con Kant. Según su propia expresión, su misión era comparable a la
de un tábano que pica al caballo para mantenerlo despierto: aguijoneando a los
ciudadanos de Atenas para impedirles dormir satisfechos de su ignorancia.
Se podría calificar a Sócrates como un
sofista disidente, ya que comparte con los sofistas muchos rasgos de su
pensamiento: su interés por los temas antropológicos, éticos y políticos, su
dedicación a enseñar a los jóvenes -si bien se enorgullecía de no cobrar por
sus enseñanzas-. Pero se separa de ellos en lo que se refiere al relativismo y
escepticismo de los sofistas: Sócrates busca incansablemente verdades absolutas
que fundamenten las decisiones morales y políticas, no acepta que la filosofía
se reduzca al “arte de persuadir” y por lo tanto renuncia al arte de elaborar
bellos discursos que convenzan a los ciudadanos.
Detrás de todo ello existen, sin duda,
razones políticas. Hemos dicho antes que los sofistas eran los filósofos que
demandaba la nueva sociedad democrática. Pero Sócrates ha tenido tiempo de
desilusionarse de la democracia ateniense: después de las guerras del
Peloponeso y la dictadura de los llamados Treinta Tiranos, proliferan las
conspiraciones y la lucha de intereses personales, corrompiendo el régimen
democrático de los primeros tiempos del siglo de oro (el siglo V a.C.).
Probablemente Sócrates añora el antiguo esplendor de la polis y trata de
restaurarla buscando un fundamento filosófico sólido que la decadencia y el
oportunismo de los tiempos no le ofrecía. Y la consecuencia política de ese
intento es su defensa de un régimen aristocrático, que no se refiere a la
aristocracia que proporciona el dinero ni la nobleza del nacimiento sino a lo
que indica la etimología de la palabra: gobierno de los mejores.
Sea como fuere, sus enseñanzas y su
constante cuestionamiento a los poderosos de su tiempo irritaron a las clases
dominantes hasta el punto de acusarle de impiedad y corrupción de la juventud.
Sócrates es sometido a juicio. Asume su propia defensa y la ejerce de un modo
tan brillante que fuerza al jurado a condenarlo a muerte; quizás si hubiera
admitido su culpa y solicitado clemencia la pena hubiera sido menor.
Por respeto a las leyes de la polis se
niega a aceptar un plan de fuga y espera el momento de la ejecución rodeado de
sus discípulos y filosofando sobre la virtud y la inmortalidad del alma. Cuando
llega el momento de beber el veneno lo hace con absoluta tranquilidad, convencido
de que la muerte no es un mal sino un tránsito a una vida mejor, liberada de la
servidumbre del cuerpo. Se ha comparado muchas veces este final de Sócrates con
la muerte de Cristo, que, como él, divide en dos la historia.
Lo que hemos dicho sobre Sócrates, y lo
que diremos en adelante, está basado casi totalmente en lo que cuenta su
discípulo Platón, que dedica varios libros -llamados Diálogos- a su maestro. En la Apología de Sócrates narra el desarrollo del
juicio y su condena, en el Critón
su cautiverio y en el Fedón sus
últimos momentos y su muerte. Y en muchos otros Diálogos desarrolla su doctrina, poniendo su propia filosofía en
boca de su maestro. ¿Hasta qué punto el retrato de Platón es fiel al Sócrates
real? Nunca lo sabremos. Aristófanes -un autor teatral bastante irreverente- lo
presenta como un viejo pedante y engreído. Jenofonte -un historiador de la
época- coincide bastante con Platón. En cualquier caso, el Sócrates que ha
pasado a la historia es el que nos legó Platón, y a él vamos a atenernos.
Sócrates: su filosofía.
La madre de Sócrates era comadrona. Y
Sócrates solía bromear diciendo que su oficio era el mismo que el de su madre:
sólo que en lugar de ayudar a parir niños, él ayudaba a dar a luz la verdad.
Porque una de las ideas centrales del pensamiento socrático consiste en su
afirmación de que la verdad habita en el interior de cada uno y sólo es
necesario conocerse a sí mismo para encontrarla. Rechaza por lo tanto el estilo
sofista de enseñar, basado en la aceptación de la doctrina de un maestro. El
verdadero maestro no inculca sus verdades al discípulo, sino que busca con él
la verdad que habita en el alma de ambos. Desde este punto de vista podemos
decir que conocer es recordar
lo que el alma ya sabe desde siempre pero que permanece oculto por las
necesidades y preocupaciones materiales de la vida Y esta verdad es la misma
para los dos, porque la verdad -a diferencia de lo que pensaban los sofistas-
es una sola. De ahí su método, llamado mayéutica,
que significa precisamente “el arte de dar a luz”. La mayéutica, por lo tanto
es el arte del diálogo, de una conversación en la cual maestro y discípulo
comparten su ignorancia y buscan juntos el recuerdo de una verdad cuyo germen
está en el alma de los dos. Pero para encontrar la verdad, el primer paso es
convencerse de que no la conocemos, es decir, abandonar las falsas verdades que
son fruto de la costumbre y la ignorancia. De ahí que el primer paso del método
socrático consista en la ironía:
cuestionar mediante hábiles preguntas al interlocutor para hacerle caer en la
cuenta de su ignorancia y sus contradicciones, hasta que se convenza de lo
primero que se necesita para aprender: reconocer que no se sabe. Al “saber que
no sabe” su situación ha mejorado, ya que antes era ignorante sin saberlo. Pero
no todos saben aprovechar este paso, y muchos de los interlocutores de Sócrates
se sienten humillados y furiosos al ser víctimas de esta ironía del maestro.
Una vez que se ha reconocido la
ignorancia se puede pasar a la dialéctica,
es decir, a un diálogo en el cual maestro y discípulo, a partir de sus ideas
personales, buscan una verdad universal de la que ambos participan. Búsqueda
que en los diálogos socráticos nunca termina, ya que lo que le interesa al
maestro no consiste en encontrar verdades completas y definitivas sino indicar
el camino para que cada uno sea capaz de buscarlas en su propio interior. Uno
de los diálogos de Platón en que se muestra claramente este método de su
maestro es el Menón. En él,
Sócrates logra que un esclavo analfabeto resuelva un problema de geometría sin
indicarle la solución, sólo orientándole con hábiles preguntas a buscar la
solución por sí mismo, solución que se supone debía existir ya, aunque
olvidada, en el alma del esclavo. (Aunque, todo hay que decirlo, las preguntas
de Sócrates orientan bastante las respuestas de su interlocutor...).
Y esta sabiduría que el alma posee desde
que nace es también la fuente de la bondad, de la vida moral. Porque el alma
que conoce el bien necesariamente va a tratar de hacerlo realidad en su vida.
La maldad, por lo tanto, no es más que ignorancia: todos buscamos el bien, pero
el ignorante, el que ha olvidado en qué consiste, se equivoca y confunde el
bien con el mal. Por lo tanto, lo que hay que hacer con el hombre malo es educarlo.
Una vez que conozca el bien se sentirá inclinado a buscarlo en sus acciones,
tal es la fuerza de esa idea suprema. Esta doctrina, conocida como el intelectualismo moral va a tener
una enorme influencia en la historia, en particular en la historia de la
educación.
Platón pone en boca de Sócrates los
fundamentos filosóficos de este método, que abarcan una importante teoría del
conocimiento, así como muchas otras afirmaciones de su filosofía sobre
política, moral, estética y metafísica. Veremos algunas de ellas en el capítulo
dedicado a Platón, recordando que hoy resulta imposible separar claramente la
doctrina del maestro y la del discípulo.
Platón: presentación (427-347a. C.).
Se ha dicho que la historia de la Filosofía no es más que
un comentario a la filosofía de Platón. Probablemente esta afirmación es
exagerada, pero no cabe duda de que con Platón comienza la gran Filosofía
occidental: todo lo anterior, Sócrates incluido, son intentos muchas veces
geniales pero siempre fragmentarios y parciales. Por primera vez Platón propone
un sistema filosófico, es
decir, un conjunto de reflexiones articuladas entre sí que abarcan los grandes
temas del pensamiento humano: cómo podemos conocer la verdad, qué es el bien y
el mal, en qué consiste la belleza, cómo debe organizarse la vida política y en
definitiva en qué consiste la realidad. Sin embargo su filosofía no toma
la forma de un tratado académico o científico. Los libros de Platón son, en su
mayoría, diálogos en los cuales
dos o más interlocutores -uno de ellos suele ser Sócrates- hablan acerca de un
tema, utilizando muchas veces recursos literarios y poéticos de una gran
belleza y frecuentemente dejando el tema inacabado.
Quizás se pueda definir a Platón como un
político frustrado (genialmente frustrado). En su juventud intentó dedicarse a
la política activa con poco éxito. Hizo varios viajes a Siracusa como consejero
político y uno de ellos terminó tan mal que lo vendieron como esclavo, siendo
rescatado por algunos amigos. Cuando volvió a Atenas abandonó la política
activa y dedicó sus esfuerzos a la teoría política, proponiendo la primera utopía de la historia, es decir, un
modelo de sociedad que él consideraba perfecta. En sus diálogos La
República y Las
Leyes describe esa sociedad ideal, en ocasiones hasta el mínimo detalle.
Sin embargo, en todos sus demás libros está presente su teoría política,
incluso cuando trata temas aparentemente tan distintos como la teoría del
conocimiento o la metafísica, como veremos enseguida.
Platón: su filosofía.
Un breve resumen de la filosofía de
Platón es imposible. De modo que sólo vamos a indicar algunos temas
fundamentales de su pensamiento, sin pretender siquiera desarrollar los más
importantes.
Comencemos por el modo de llegar a
conocer la verdad, lo que se llama teoría
del conocimiento. Como en muchos otros temas, Platón lo explica en el
diálogo La República por medio de una ficción literaria,
una historia alegórica que utiliza para transmitir su teoría filosófica. Método
que nos recuerda lo que hemos dicho acerca del mito: las historias pueden
utilizarse para expresar ideas.
Imaginemos un grupo de cautivos,
encadenados de tal modo que no pueden moverse, encerrados en las profundidades
de una caverna. Los cautivos sólo pueden mirar hacia el mundo de la caverna, que
está abierta a la luz del sol a sus espaldas. Frente a la entrada de la cueva
hay una hoguera encendida y entre los cautivos y la hoguera pasan caminantes
que llevan objetos en sus manos y hablan entre sí. Los cautivos, como no pueden
volverse, sólo pueden ver las sombras de los caminantes y su carga proyectadas
en el fondo de la caverna y oír el eco de sus voces. Y como están encadenados
desde que nacieron confunden esas sombras con la verdadera realidad.
Lo mismo nos pasa a nosotros. Ya hemos
explicado por qué los griegos desconfían del testimonio que nos dan los
sentidos, incapaces de ofrecernos la verdadera realidad. Recordemos a
Parménides: si nosotros somos capaces de conocer la verdad, la belleza, la
bondad es necesario que esas ideas existan realmente. Y conviene aclarar que el
término idea no significa aquí
lo mismo que en nuestra cultura: para nosotros la palabra idea indica un producto de nuestra
mente, algo que nosotros pensamos. Para Platón, las ideas son, por el
contrario, realidades objetivas, que existen por sí mismas, independientemente
de que las pensemos o no. En este sentido son reales, más aún, son las únicas
realidades en el sentido pleno de la palabra, ya que las cosas materiales sólo
participan imperfectamente de la realidad de las ideas. Y cuando decimos, por
ejemplo, que un ser humano es bello o bueno, estamos afirmando que esos datos
que nos dan los sentidos participan de las ideas de belleza o de bondad. Así
como las sombras tienen algo de los objetos que las proyectan en el fondo de la
cueva, así los cuerpos que vemos y las palabras que oímos contienen algo que
reciben de esas ideas.
Y para que eso suceda es necesario que
esas ideas sean universales: las ideas matemáticas (como proporción, igualdad,
semejanza), la belleza, el bien, son ideas únicas. Las cosas materiales, por el
contrario, son muchas y diversas. Pero así como la luz del sol es capaz de
iluminar numerosos objetos a la vez, cada uno de los cuales recibe algo de su
luz, así las ideas pueden iluminar las cosas y personas que nos ofrecen los
sentidos. Y por eso podemos decir, por ejemplo, que una flor es bella o que un
hombre es bueno: la flor y el hombre han recibido algo de las ideas de belleza
y de bondad. Y eso también explica que haya unas flores más bellas que otras y
unos hombres más buenos que otros. Es la misma idea la que los ilumina, pero
así como la luz del sol no llega del mismo modo a todas partes, también las
cosas materiales participan de las ideas en distinta medida.
Y lo mismo vale para otro tipo de conocimientos,
como los matemáticos. Supongamos la siguiente afirmación como ejemplo: “una
semilla es a un árbol, como un huevo es a un pollo”. Se trata, como sabe
cualquier estudiante de matemáticas, de una proporción, cuyo significado es evidente. Sin embargo, nuestros
sentidos sólo nos permiten ver la semilla, el árbol, el huevo y el pollo. Ni la
vista más aguda ni el oído más sensible nos pueden aportar lo más importante de
esa frase: la idea de proporción.
Un animal vería los mismos objetos que nosotros, pero no sería capaz de
comprender su significado, porque el animal sólo puede conocer la realidad por
medio de sus sentidos. Lo mismo sucede con la idea de igualdad: vemos cada uno
de los objetos, pero cuando decimos que son iguales estamos afirmando que ambos
participan de la misma idea.
Por lo tanto hemos de aceptar la
existencia real de un mundo de ideas (mundo inteligible, lo llama Platón). Al
hablar de “mundo” no nos estamos refiriendo a un lugar: sólo las cosas ocupan
lugar, y sería absurdo decir, por ejemplo, que la idea del bien está a la
derecha o a la izquierda de la idea de belleza. Para comprender a Platón, y no
sólo a él, hemos de quitarnos de la cabeza el prejuicio de que sólo es real lo
que podemos ver, tocar u oír: las ideas son reales pero no materiales, existen
pero no en un lugar determinado. Y casi se podría decir que son más reales que
las cosas, porque son eternas y no cambian. Una persona bella sólo lo es
durante un espacio de tiempo, el triángulo que dibujo en la pizarra será
borrado mañana. Pero las ideas de belleza y la idea de triángulo son eternas y
no cambian con el tiempo.
De modo que vivimos en un mundo de cosas
(los cuerpos de las personas, los árboles, los animales) que sólo puede ser
comprendido porque participa de un mundo de ideas. Gracias a este mundo podemos
llegar a conocer ideas que no cambian nunca (como las ideas matemáticas, por
ejemplo), descubrir que unas cosas valen más que otras, distinguir el bien y el
mal (por las ideas de belleza y de bien) y afirmar verdades universales, que
valen para todo tiempo y lugar, cosa que la vista y el oído nunca podrían
ofrecernos. Sólo por la existencia del mundo inteligible es posible la ciencia,
el conocimiento que va más allá de lo que se ofrece a nuestros ojos, nuestros
oídos y nuestras narices. Y de todas esas ideas, la idea del bien es la
suprema. Así como el sol hace posible que nuestros ojos vean las cosas
materiales, la idea del bien ilumina todo lo que conocemos por la razón. Porque
es la idea que nos atrae en la búsqueda de la verdad, lo que se ha llamado el
amor o eros platónico, que no
nos permite quedarnos instalados en el mundo material y las necesidades del
cuerpo. El mundo de los sentidos sólo puede ofrecernos, como sustituto de la
verdadera ciencia, lo que Platón llama opinión,
es decir, un conocimiento de inferior calidad, propio de las cosas que cambian
y que resulta útil en muchos casos, pero que no llega a comprender la realidad
misma.
Pero el conocimiento de las ideas
requiere un aprendizaje largo y difícil, como veremos enseguida.
El hombre.
Sólo el hombre es capaz de conocer así.
Los demás animales están limitados a los datos que les ofrecen sus sentidos y
por lo tanto son incapaces de conocimientos universales. ¿Por qué? Porque el
ser humano no es sólo cuerpo: él posee un alma que es, por así decirlo,
ciudadana del mundo de las ideas y que hace posible que el hombre se eleve más
allá de lo material y visible. Un alma que, a diferencia de nuestro cuerpo, es
inmortal y capaz de vivir muchas vidas sucesivas y que vive en una lucha
constante con un cuerpo que no comprende su aspiración a lo más alto, ocupado
como está en satisfacer sus necesidades y deseos terrenales. Sócrates decía no
temer a la muerte, porque estaba convencido de que constituía la liberación del
cuerpo y el paso a una vida mejor para el alma.
Para explicar todo esto Platón recurre a
nuestro viejo conocido, el mito. No queda muy claro si Platón cree realmente en
esta explicación mítica, o simplemente la utiliza como elemento pedagógico,
para facilitar la comprensión de su filosofía a sus discípulos. De todas
formas, lo explica más o menos así. Antes de unirse al cuerpo, al alma vivió en
el mundo de las ideas y por lo tanto las conoció directamente, cara a cara. Por
una especie de “pecado original”, el alma es exiliada de este mundo y se une a
un cuerpo. Y cuando esto sucede, al alma se olvida de los conocimientos que
adquirió en su vida anterior: el cuerpo la llena de inquietudes, de necesidades
y deseos que hacen que el alma se ocupe más del mundo visible que del
inteligible. Sin embargo, algo queda en ella de su antigua sabiduría, y cuando
advierte en el mundo visible ese reflejo de las ideas de que hemos hablado
antes, es capaz de recordar las ideas mismas que había olvidado. Aprender, por
lo tanto, es recordar, y esto explica el episodio del esclavo que resuelve ante
Sócrates un problema de geometría: el alma del esclavo ya sabía la respuesta,
aunque la había olvidado, y bastaron las hábiles preguntas de Sócrates para
sacarla a la luz.
En términos más filosóficos, podemos
decir que Platón defiende el innatismo del conocimiento: las ideas son innatas,
las tenemos desde antes de nacer, y no porque un maestro nos las inculque. Como
vimos al hablar de Sócrates, todo aprendizaje es reminiscencia, es decir, recuerdo de lo que habíamos olvidado,
de tal modo que la acción del maestro se parece a la de una comadrona que ayuda
a dar a luz la verdad. Conviene advertir, de paso, que si separamos de las
explicaciones platónicas las alusiones al mito, este innatismo se parece mucho
a modernas teorías psicológicas y pedagógicas, que afirman la existencia en el
ser humano de estructuras innatas que hay que ayudar a desarrollar, antes que
introducir en el alumno los conocimientos desde fuera. Pero este es otro tema, que
va más allá de lo que podemos tratar aquí.
La política.
Antes hemos dicho que toda la filosofía
de Platón tiene un significado político. Para comprenderlo, es necesario
recordar que la política no significaba para los griegos lo mismo que para
nosotros. La polis griega no
era solamente un lugar donde vivir, como pueden serlo las ciudades modernas:
formaba parte fundamental de la vida de un griego libre. En la época clásica no
se concibe la búsqueda individual de la felicidad. La felicidad es la felicidad
de la polis, y el ciudadano será feliz en la medida en que se integre como una
parte de ella, de tal modo que el destierro de la polis era para un griego
similar a la pena de muerte. Todavía no había surgido el concepto de individuo
y mucho menos el de individualismo: el hombre se comprendía a sí mismo formando
parte indisoluble de la sociedad en la que habitaba.
Platón es uno de los representantes más
claros de esta concepción política del hombre. Todo el proceso de conocimiento
que hemos descrito tiene un objetivo: conocer el bien, la idea suprema que
orienta o debe orientar toda nuestra vida, y sólo aquellos que hayan llegado a
conocerlo serán capaces de dirigir la ciudad hacia su finalidad última: la
felicidad de los ciudadanos. Es decir, el conocimiento de las ideas está
orientado a la formación de políticos, aunque de un modo muy distinto al que
ejercitaban los sofistas. Los políticos platónicos no deben tratar de convencer sino de buscar el bien de
la ciudad. Y ese bien es universal, válido para todos los ciudadanos, lo sepan
ellos o no, ya que se no se fundamenta en una mera convención o acuerdo entre
los habitantes de la polis sino en ideas eternas que deben ser el modelo por el
cual se gobierne este mundo. Por ello sólo pueden dirigir la ciudad aquellos
ciudadanos que hayan sido capaces de elevarse sobre el mundo visible y conocer
las ideas en sí mismas, llegando hasta la idea suprema del bien: el gobernante
debe ser un rey filósofo.
La propuesta política de Platón es,
pues, una propuesta aristocrática
en el sentido etimológico de la palabra: gobierno
de los mejores, y por lo tanto se aleja de la democracia ateniense, que otorgaba el poder al pueblo. Para
Platón, el pueblo nunca podrá gobernar, porque el camino hasta las ideas es
largo y difícil, y sólo una pequeña parte de los hombres es capaz de ascender
desde este mundo visible al mundo de las ideas. La democracia sólo lleva a la
lucha de facciones por el predominio y la consiguiente fragmentación de la
sociedad. Hay que notar, sin embargo, que esta aristocracia platónica es una
aristocracia de la sabiduría, muy distinta de las aristocracias que han
gobernado este mundo y que sólo exigían “a los mejores” haber nacido de padres
tan “aristocráticos” como ellos, poseer suficiente cantidad de tierras y
riquezas o haber vencido en la guerra. Como dijimos antes, Platón echa de menos
el esplendor de la polis del siglo de oro y busca en la filosofía el camino
para restaurarla, aunque este camino le lleve muy cerca de una concepción
totalitaria de la sociedad. Basándose en estos principios construye -sobre el
papel- lo que él considera una ciudad perfecta, diseñando la primera
utopía de la historia.
Coherente con su doctrina filosófica,
habrá que ocuparse ante todo del plan de estudios para formar gobernantes.
Platón detalla en La República lo que hoy llamaríamos las
asignaturas de ese currículo. No ha de quedarse en las enseñanzas corporales
tan valoradas en el mundo griego, como la gimnasia y la danza: esas asignaturas
se dirigen a perfeccionar el cuerpo que, como ya sabemos, está limitado al
mundo de los sentidos. De lo que se trata es de ayudar al alma a elevarse hasta
el mundo de las ideas. Para ello, conviene empezar por las matemáticas, no
porque Platón quiera formar matemáticos profesionales, sino porque su estudio
ayuda a superar el mundo de los sentidos. Las verdades matemáticas no se ven ni
se oyen: se piensan con la razón. Cuando enunciamos una ley matemática estamos
afirmando una verdad que los sentidos no pueden darme, ya que se trata de leyes
universales y necesarias. Y este aprendizaje acostumbra al alma a comprender
los límites del conocimiento sensible para llegar a la verdad. Los gobernantes
también deben estudiar astronomía, no para que se esfuercen en mirar hacia
arriba, sino porque el orden y la armonía del universo, que ya había
descubierto Pitágoras, son un buen reflejo de ese mundo de ideas a los cuales
el gobernante tiene que llegar. Pero la asignatura suprema, a la que pocos
llegan, será la dialéctica, es decir, el estudio de las ideas en sí mismas y no
sólo de sus reflejos en este mundo, hasta llegar a comprender la idea del bien.
Así como los ojos necesitan acostumbrarse para mirar el sol, así también el
alma se deslumbra con la idea del bien, y son necesarios muchos años de estudio
para poder hacerlo. Sólo el que lo consiga será digno de ser el rey filósofo y
podrá dirigir la polis hacia su
verdadera finalidad: la felicidad de los ciudadanos.
Esta felicidad, sin embargo, no consiste
en lo mismo para todos. Platón distingue tres grupos de habitantes de la polis, según el punto a que hayan
llegado en el camino de ascensión hacia las ideas. El grupo más numeroso lo
forman los artesanos, que no han superado el mundo de los sentidos (la
opinión): su misión es el trabajo manual, que provee a la ciudad de los bienes
materiales que necesita para la vida. La virtud propia de los artesanos es la
templanza, es decir, el hábito de moderar las pasiones conformándose con lo
necesario: no se puede pedir más que esta virtud inferior a quienes no han sido
capaces de asomarse al mundo de las ideas. Algo más han avanzado los guerreros
o guardianes, que se encargan de defender la polis de sus enemigos y por lo tanto su virtud característica es
de un tipo más alto: la fortaleza, el valor capaz de enfrentarse al enemigo y
dar la vida por su ciudad. Queda reservado al tercer grupo, el de los
gobernantes, la virtud más alta que es la prudencia, es decir, la sabiduría
práctica, capaz de tomar las decisiones que convengan en cada momento a la luz
de las ideas, especialmente de la idea del bien. Y hay que notar, cosa insólita
en la época, que Platón abre la posibilidad de que a este grupo de gobernantes
accedan las mujeres, tradicionalmente ausentes de la vida política de Atenas.
Corresponde finalmente a la virtud de la justicia, propia de la misma polis, dar a cada uno lo suyo, es
decir, distribuir las funciones públicas según la capacidad de cada uno de los
habitantes de la ciudad.
La pertenencia a uno u otro grupo de
ciudadanos la decide el proceso de la educación: los que se quedan en los
primeros pasos serán artesanos y según vayan ascendiendo llegarán a guerreros o
gobernantes. Pero una vez que forman parte de uno de estos estamentos no
deberán conspirar para pasar a un nivel superior, bajo severas penas. Además, a
los dos grupos superiores se les exige más que al pueblo llano: no podrán tener
una familia propia ni gozarán de propiedad sobre sus bienes. Será el Estado
quien decida las uniones, eduque a los hijos y distribuya los bienes según las
necesidades. Una especie de “policía secreta” vigila para que este orden no se
ponga en cuestión, llegando incluso a desconfiar de los poetas, cuyo discurso
no siempre se atiene a la corrección política.
Como dijimos antes, no hay lugar en la polis platónica para lo que hoy
llamaríamos “derechos individuales”: el ciudadano está en función de la
comunidad política y su felicidad radica en su integración en la sociedad antes
que en el cumplimiento de sus proyectos individuales. Probablemente ninguno de
nosotros querría habitar en esta ciudad platónica. Pero algunas críticas
actuales a esa utopía pierden de vista la época y el contexto histórico en que
se escribe: falta mucho tiempo para que se abran paso lo que hoy entendemos por
derechos humanos, como el derecho a la vida y a la libertad. No se puede negar
que, pese a su carácter totalitario, la República de Platón supera los criterios
dominantes en esa época acerca del ejercicio del poder, basado en el
nacimiento, la fuerza militar o la riqueza al proponer el predominio de la
sabiduría en la política.
En cualquier caso, la filosofía de
Platón inicia un camino que va a marcar todo el pensamiento de nuestra cultura
occidental. Como veremos más adelante, el cristianismo tomó de Platón muchas de
sus ideas fundamentales, hasta el punto de que Nietzsche llamó a la doctrina
cristiana “platonismo para el pueblo” y no hay filósofo en la historia
occidental que no haya tenido en cuenta su pensamiento, empezando por su
discípulo Aristóteles, de quien pasamos a hablar.
Aristóteles: presentación (384-322 a .C.).
Pese a haber sido durante veinte años
discípulo de Platón, Aristóteles pertenece culturalmente a otro siglo: en la
segunda mitad del siglo IV a.C. ya no se puede pretender la vuelta de Atenas a
su pasado glorioso. Aristóteles acepta más que su maestro la realidad en la que
vive y trata de sacarle partido renunciando a toda utopía. Como veremos cuando
tratemos su política, no pretende proponer un modelo de ciudad perfecta sino
aprovechar lo mejor posible los elementos positivos que encuentra en unos
tiempos que ya anuncian la decadencia de la polis.
Esta actitud realista va a marcar toda
su filosofía. También Aristóteles es un político, y también toda su filosofía
va a estar marcada por su concepción de la sociedad, pero la distancia que toma
del pensamiento de su maestro le va a permitir un acercamiento más terrenal a
la realidad de su tiempo. Incluyendo una actitud más científica y menos poética
que Platón, aun cuando desde muchos puntos de vista haya superado a su maestro.
Revisando hoy los escritos de
Aristóteles (muchos perdidos para siempre) no llegamos a comprender cómo la
mente de un solo hombre ha podido producir una obra de tal magnitud. Todos los
temas posibles fueron objeto de su atención; escribió sobre física, biología,
astronomía, lógica, ética, política, estética, metafísica. Y en unos tiempos en
que no era posible recurrir a bibliotecas que recogieran obras de sus
antepasados sobre los mismos temas, como podemos hacer hoy. Quizás esta misma
genialidad ha sido la causa de que su doctrina frenara durante muchos años la
investigación científica: era tal el prestigio del imaestro que durante siglos
muchos intelectuales se limitaron a repetir y comentar sus obras antes que a
buscar caminos nuevos.
Aristóteles: su filosofía.
El conocimiento.
Aristóteles, lo mismo que su maestro
Platón, intenta resolver el viejo problema común a toda la filosofía griega,
del que ya hemos hablado: sabemos que sólo con los datos que nos dan los
sentidos no se puede hacer ciencia (o filosofía, que en esa época no se
distinguen). Porque la ciencia trata de las leyes universales y necesarias de
la realidad, y los sentidos lo único que nos pueden dar son datos particulares
(este árbol, aquel animal) y contingentes (que son así pero podrían ser de otro
modo). Los sentidos nos presentan un mundo que cambia constantemente, mientras
que la ciencia (por ejemplo las matemáticas) es capaz de llegar a verdades que
valen para todos los tiempos y lugares.
Acabamos de ver la solución que da
Platón a este problema: afirmar la existencia de un mundo de ideas, de las
cuales participan las cosas materiales. Pero a Aristóteles no le convence esta
división de la realidad en dos mundos distintos: ¿cómo explicar un mundo de
objetos materiales, que cambia continuamente, por otro mundo de ideas
universales que siempre permanecen iguales? ¿Qué parentesco puede haber entre
las cosas y las ideas? Él quiere resolver el problema sin salir del mundo real
que nos rodea.
Y por eso, en lugar de aceptar la
existencia de otro mundo, necesita distinguir en las mismas cosas dos aspectos,
dos modos de ser. Todo lo que existe (lo que él llama una sustancia) está compuesto por una materia (que es aquello de que está
hecha la cosa, el mármol de la estatua, por ejemplo) y una forma (que es lo que hace que esa
cosa sea lo que es, y no otra cosa distinta). En el caso de la estatua, la
forma sería -inventando una palabra horrible- “la estatuidad”, lo que hace que
ese mármol sea una estatua y no una columna. Todo lo que existe en nuestro mundo
tiene la misma composición, pero es importante comprender que no se trata de
“dos cosas” o “dos mitades”: la materia y la forma no se pueden separar, ya que
son maneras de ser y no realidades independientes. El mejor ejemplo es el de
los vivientes. Un gato, por ejemplo, está compuesto de un cuerpo (la materia) y
una forma (la vida, lo que le hace ser gato). Esta forma es universal, ya que
la comparte con todos los otros gatos. ¿Por qué distingue Aristóteles estos dos
aspectos? Porque la realidad lo exige, porque las cosas cambian: cuando el gato
muere, pierde su forma, deja de ser un gato, y sin embargo su materia ha
permanecido (ahora con otra u otras formas). Y lo mismo sucede con todo lo
demás. A esta teoría se la ha llamado hilemorfismo.
Gracias a esa distinción podemos hacer
ciencia. Porque al existir algo universal en los seres particulares (su forma)
podemos establecer leyes generales sobre la realidad. Exagerando un poco, es
como si las ideas de Platón hubieran bajado a la tierra y habitaran en las
cosas mismas, convirtiéndose en formas.
¿Cómo llegamos a conocer esas formas? La
explicación de Aristóteles es menos mítica que la de Platón. Ya no es necesario
que nuestra alma haya habitado en el mundo inteligible y las recuerde. Lo que
sucede es que nuestra inteligencia es capaz de extraer de las cosas su forma
universal (a esta operación se la llama “abstraer”). Y gracias a esta
capacidad, exclusiva del hombre, podemos formar conceptos universales, que
valen para todos los objetos de la misma especie, lo que hace posible el
lenguaje. Cuando hablamos de “árbol”, “piedra” u “hombre” estamos aplicando a
esos objetos particulares una forma universal que comparte con todos los otros
árboles, las otras piedras y los otros hombres, y lo mismo sucede con todas
las palabras que utilizamos. Los conceptos universales, por lo tanto, están en
nuestra mente, aunque con un fundamento real en las cosas, que es su forma.
Nuestra manera de conocer, por lo tanto,
comienza por los sentidos: vemos, oímos, tocamos lo que nos rodea. Captamos los
colores, el calor y el frío, lo duro y lo blando: lo que Aristóteles llama los accidentes. No tenemos conocimientos
innatos, como afirmaba Platón. Pero no nos quedamos ahí: somos capaces de ir
más allá (trascender) de esos datos y abstraer la forma universal que nos
permite un conocimiento intelectual, que hace posible el lenguaje y la ciencia.
Como se ve, una teoría del conocimiento quizás más complicada que la de Platón,
pero más cercana al mundo material.
El cambio y sus causas.
Pero esto es sólo una fotografía de la
realidad. Hasta ahora, hemos descubierto lo que Aristóteles llama causas
intrínsecas de las cosas (la materia y la forma), hemos mirado dentro de ellas
para ver cómo están compuestas. Pero nos falta explicar el movimiento, el
cambio, aunque algo hemos adelantado al explicar que también las formas
cambian, como en el ejemplo de la muerte de un ser viviente. Habrá que
profundizar ahora en la explicación aristotélica del problema del cambio, que
nos ayudará a entender mejor lo que hemos visto.
La idea fundamental de Aristóteles para
explicar el cambio o el movimiento (él los usa como sinónimos) es la siguiente:
todo lo que cambia es compuesto.
Y esto es fácil de comprender: todo cambio implica que en la cosa que cambia
hay algo que cambia y algo que permanece (porque si no permaneciera ya no
podríamos hablar de cambio, sino de sustitución de una cosa por otra). Dicho de
otro modo: entre los dos extremos del cambio hay algo común y algo distinto.
Por lo tanto lo que cambia no puede ser simple: tiene que estar compuesto de
dos modos de ser. Recordemos que no se trata de partes o pedazos que se
pudieran separar: se trata de principios o formas de ser, que sólo se pueden
distinguir con la inteligencia y nunca con los sentidos.
Y esto nos lleva al gran descubrimiento
de la metafísica de Aristóteles: todo lo que existe en el mundo que nos rodea
está compuesto de acto y potencia.
El acto es el modo de ser
terminado, completo. La potencia es
aquello que todavía no es, pero puede ser. Pensemos, por ejemplo, en una
semilla y preguntémonos: ¿esa semilla es un árbol o no lo es? Respuesta de
Aristóteles: es un árbol en potencia,
pero no lo es en acto. Cuando
nació Platón era un filósofo en potencia, pero tardaría unos años en serlo en
acto. Y tengamos en cuenta que una misma cosa puede estar en potencia en un
sentido y en acto en otro. Por ejemplo, la crisálida de la mariposa está en
acto con respecto al huevo, pero en potencia con respecto a la mariposa misma.
Aplicando esta distinción el hilemorfismo que vimos antes, la materia es la
potencia con respecto a la forma, que es el acto: para que el cuerpo del gato
(potencia) sea realmente un gato necesita la vida (acto). Esta distinción de
Aristóteles, que entre el ser y el no-ser admite una tercera forma, el ser en
potencia, le permitirá enfrentarse al problema del cambio, que Parménides
consideraba imposible porque no admitía esa otra forma de existir.
Cambiar, por lo tanto, no es otra cosa
que pasar de la potencia al acto. Pero nada puede pasar al acto por sí mismo:
la potencia puede cambiar, pero
para que lo haga es necesario que un ser en acto la “empuje”, por así decirlo.
Nada se mueve a sí mismo. El bronce no se convertirá en estatua por sí mismo ni
un gato nacerá de la nada: en el primer caso necesita un escultor, en el
segundo unos padres. Es lo que Aristóteles llama la causa eficiente, es decir, la que le da el ser a una cosa, la
que la produce en realidad.
Pero esa causa eficiente no es ciega, no
actúa por casualidad sino en una dirección determinada, que procede de su misma
naturaleza: los escultores producen estatuas (y no árboles), los gatos producen
otros gatos (y no rinocerontes). Esa dirección, esa intención de la causa
eficiente es lo que Aristóteles llama causa
final. Cuando se trata de acciones del hombre, esa intención será
consciente (el escultor sabe que va a crear una estatua y quiere hacerlo);
cuando las acciones sean de seres no inteligentes la acción no será consciente
(la semilla no sabe que creará un árbol). Pero en los dos casos la causa
eficiente tendrá una dirección determinada, sea producida por la inteligencia
humana o por la misma naturaleza.
Aristóteles aplica esta idea a todo el
universo. El mundo en que vivimos es una inmensa cadena de pasos de la potencia
al acto, de formas que se producen por el influjo de causas eficientes. Pero
este proceso no es caótico ni desordenado: está orientado por la causa final
que está inscrita en la forma de cada ser y que siempre tiende al acto, al ser
terminado y perfecto, aunque nunca llegue a conseguirlo. Todo funciona así en
el universo: los astros recorren sus órbitas según un orden eterno, los
vegetales crecen, los animales se reproducen, los hombres tratan de ser
felices. Son aspectos del mismo orden de la naturaleza, en la cual va
floreciendo la forma sobre la materia, el acto sobre la potencia.
El Dios de Aristóteles.
Pero como cada uno de esos pasos
requiere un ser en acto (una causa eficiente) que lo produzca, llegamos a la
necesidad de que exista un Primer
Motor que sea acto puro y forma pura, una Causa Primera. Porque si no
existiera ¿de dónde surgiría la energía que necesita esta cadena de cambios?
¿Cómo explicar una serie de causas que reciben el movimiento unas de otras sin
que exista un origen de toda esa serie? Si nada se mueve a sí mismo, es
necesario que haya un principio que mueve sin ser movido, y ese es el Primer
Motor, el Dios de Aristóteles. Pero un Dios muy distinto al de nuestra cultura
cristiana: no se trata de un Dios personal, que conoce, quiere, ama y decide.
Es un Dios que se parece más a la fuerza de la gravedad universal que a un
Padre bondadoso; de hecho, Aristóteles lo sitúa más allá de las estrellas,
iniciando un movimiento que se transmite desde los astros hasta la hierba más
humilde. Como es acto puro, forma pura, todo lo que existe tiende a él, que es
la causa final del mundo en que vivimos. Y por supuesto, no se trata del
creador del universo: el universo es tan eterno como el Primer Motor.
Afirmación, por cierto, común a toda la filosofía griega, que no acepta la idea
de creación de la nada: habrá que esperar a la aparición de la cultura hebrea y
cristiana para que la idea de un Dios Creador aparezca en la Filosofía.
El ser humano y la felicidad.
Como decía su maestro Platón, el ser
humano está compuesto de cuerpo y alma. Pero el concepto de alma para
Aristóteles es muy distinto del concepto platónico. Como todo lo que existe en
esta tierra, el hombre está compuesto de materia y forma, puesto que también él
cambia, nace y muere. Y, como en el caso de cualquier animal, el cuerpo es la
materia y el alma la forma, que en el caso de Aristóteles es un sinónimo de
vida. Pero así como no se puede separar físicamente la vida del gato (su forma)
de su cuerpo (su materia), lo mismo sucede con el alma humana. A diferencia del
alma inmortal de Platón, que había vivido antes de unirse al cuerpo y seguiría
viviendo después de la muerte, el alma aristotélica forma una única realidad
con el cuerpo y por lo tanto nace y muere con él. (Si bien en algunos de sus
textos habla de un “intelecto agente” universal con el que se unirían las almas
particulares en una especie de alma del universo cuyo concepto no queda del
todo claro).
Sin embargo, el alma humana es
esencialmente distinta del alma animal: porque la vida del hombre no se limita
a las funciones vitales del cuerpo sino que es capaz de pensar racionalmente,
de utilizar su inteligencia. Como hemos visto cuando hablamos de su teoría del
conocimiento, el alma humana es capaz de obtener conceptos universales a partir
de los datos que le dan sus sentidos, cosa de la que no es capaz el animal.
Y por lo tanto también será distinta su finalidad, su causa final, recordando
que para Aristóteles esta causa final es el motor de todo lo que existe, lo que
explica todos los cambios que suceden en el mundo. En este sentido, la causa
final es lo mismo que el bien: el bien de la semilla es el árbol, el bien del
huevo es el pollo, el bien del gusano la mariposa. Lo que Platón ponía como
coronación del mundo de las ideas ahora ha bajado a las cosas mismas. El bien
ya no está más allá de la realidad sino en todo lo que existe, el bien es
aquello que cada cosa tiende a conseguir: el amor platónico toma un carácter
más terrenal.
¿Cuál será entonces el bien del hombre?
Dicho en términos filosóficos, llevar al acto todo lo que en él está en
potencia, cumplir su finalidad. Dicho en términos más sencillos, ser feliz.
Pero ¿qué se entiende por felicidad? Desde luego que no se trata de copiar el
bien de los seres inferiores al hombre. El bien del cerdo consistirá en comer
hasta saciarse y dormir a pierna suelta. Pero si el hombre lo imitara no
estaría buscando el bien propio de su naturaleza humana sino cometiendo un
error al confundir su bien con el bien de otra especie. Desde este punto de
vista no hay que confundir la felicidad con el gusto: la felicidad no es un
asunto subjetivo, en el cual cada uno puede elegir lo que más le apetece en
cada momento. La felicidad del hombre consiste en desarrollar lo que hace de él
un ser humano, distinto por lo tanto de los demás animales. Y esto que lo hace
distinto es su capacidad racional, la facultad de emplear su inteligencia para
contemplar la verdad. Sin negar, por supuesto, el desarrollo de lo que tiene de
común con los otros animales: para ser feliz también necesitará comer, dormir,
gozar de buena salud y un moderado uso de los bienes materiales. Pero todo esto
es secundario: la felicidad plena (la actuación de sus potencias) hay que
buscarla en la vida contemplativa, en aquello de lo que solamente el hombre es
capaz. Como se ve, un concepto de felicidad bastante distinto del mero placer.
Para lograr esta felicidad hay que
ejercitar la virtud, que es el hábito de elegir lo mejor en cada caso, guiados
por la razón. Y la virtud humana consiste en buscar el punto medio entre los
extremos, es decir, encontrar el equilibrio que nos evite caer en los excesos
característicos de las pasiones irracionales. Por ejemplo: entre la cobardía
del soldado que huye ante el enemigo y la temeridad de quien se enfrenta a un
ejército solo y desarmado está la virtud del valor, que es el hábito de
enfrentarse racionalmente al peligro. La generosidad será el justo medio entre
la avaricia y el despilfarro. Y así en los demás casos. Por eso es tan difícil
la virtud: porque hay muchas maneras de equivocarse, pero sólo una de acertar.
Como se ve, también en este punto Aristóteles lleva a la tierra lo que su
maestro Platón había situado en el mundo de las ideas: la felicidad ya no
consiste en elevarse hasta el bien que está más allá del mundo sino en cumplir
lo que nuestra misma naturaleza nos pide.
La política.
Como dijimos antes, Aristóteles ya no
sueña con recuperar la grandeza de la polis
de los tiempos clásicos. Renuncia, por lo tanto, a diseñar una ciudad perfecta,
como había hecho su maestro y trata de aprovechar los elementos positivos del
tiempo que le ha tocado vivir. Pero no por ello renuncia a la política: según
sus propias palabras, el hombre es “un animal político”, de tal modo que el
hombre que no necesita una polis
deja de ser humano para convertirse en una bestia o en un dios. Y es el único
animal político porque es el único que tiene lenguaje, ya que la ciudad está
formada por las leyes y esas leyes están hechas con palabras, a diferencia de
las leyes naturales que rigen las comunidades de los animales gregarios, que no
tienen lenguaje sino solamente voz. De tal modo que la comunidad política no es
un invento de los hombres sino una necesidad que está incluida en su propia
naturaleza, y en ese sentido la ciudad es anterior al mismo individuo: somos
humanos porque somos políticos, lo que nos hace humanos es pertenecer a una
ciudad.
Como sabemos, la idea central que
recorre toda la filosofía de Aristóteles es la idea de finalidad, de causa
final. Y también aquí, el bien de la ciudad equivale a su finalidad: la ciudad
existe, según sus palabras, para “vivir bien”, es decir, para conseguir la
felicidad de sus ciudadanos. Pero hay que recordar que todavía no puede
hablarse de “derechos individuales”: el ciudadano está en función del Estado,
porque si bien es deseable la felicidad de un individuo, lo es mucho más la de
la ciudad, de modo que el bien de la polis está por encima del bien de sus
habitantes. Y, por supuesto, en esa comunidad política carecen de derechos civiles
los esclavos, las mujeres y los extranjeros.
Aristóteles se pregunta cuál será la
mejor forma de gobierno para la polis,
y coherente con su abandono de toda utopía, comprende que la monarquía y la
aristocracia que Platón propugnaba, aunque teóricamente superiores, suelen
degenerar en regímenes totalitarios y corruptos. Propone por lo tanto regímenes
mixtos, que, según las condiciones de cada ciudad, combinen lo mejor de la
monarquía, la aristocracia y hasta de la democracia.
Políticamente hablando, Aristóteles fue
el filósofo de las clases medias: el hecho de haber abandonado los sueños
platónicos de la ciudad perfecta, situar la virtud en el justo medio y proponer
como modelo al ciudadano corriente en lugar de exigir la sabiduría casi heroica
que pedía Platón hacen de él un pensador capaz de unir la genialidad de su
sistema con la comprensión del momento que le tocó vivir, preludio de la
disolución de la antigua polis.
El Renacimiento. Siglos XV y XVI.
Después de la crisis del siglo XIV,
Europa está otra vez en condiciones de intentar una nueva aventura cultural. De
esa crisis ha quedado como herencia para el futuro una actitud de
cuestionamiento de los grandes sistemas teológicos medievales que va a dejar un
espacio libre para intentar nuevos caminos artísticos y filosóficos, así como
un interés naciente por comprender este mundo en el que vivimos, interés que se
expresa sobre todo en los rudimentos de una nueva ciencia.
Se suceden en esta época una multitud de
acontecimientos capaces cada uno de ellos de sacudir profundamente el modo de
vida medieval. Constantinopla cae en poder de los turcos (1453), lo cual
provoca que muchos intelectuales de Oriente emigren a Italia, llevando con
ellos la lengua y la cultura griega. La invención de la brújula permite un
desarrollo importante de la navegación, que entre otras consecuencias hacen
posible la expansión marítima y comercial de Europa y el descubrimiento de
América (1492). La utilización de la pólvora influye en la decadencia de la
antigua nobleza, cuyos castillos comienzan a caer bajo las balas del cañón,
facilitando así el dominio de las monarquías absolutas que reinan en los
nacientes estados nacionales y que reemplazan el poder disperso de los nobles
de la Edad Media.
La invención de la imprenta ayuda a difundir la cultura y favorece la Reforma religiosa al
facilitar a los creyentes el acceso al texto de la Biblia. Desde el
punto de vista económico empieza a surgir una nueva clase, la burguesía, que
carece de títulos nobiliarios pero posee abundantes recursos financieros a los
que deben recurrir los mismos reyes para financiar sus guerras y sus cortes: no
faltará mucho para que esta clase comience a adquirir poder político. Se
comienza a preparar la
Revolución Francesa y el capitalismo moderno. Todo ello sin
contar la revolución científica, de la que nos ocuparemos más adelante.
El Renacimiento toma su nombre de la
vuelta a la cultura clásica greco-romana que se produce en estos siglos,
superando una Edad Media que se consideraba oscurantista y bárbara. Pero esta
afirmación es demasiado simplista. Es verdad que en el siglo XV y XVI la
cultura de buena parte de Europa alcanza en poco tiempo un grado de
refinamiento que no conoció en los siglos pasados con una nueva interpretación
de la época clásica. Pero el corte no es tan claro como parece. En muchos
sentidos el Renacimiento es una prolongación de la Edad Media , y en el
siglo XVI se produce en muchos lugares un retroceso con respecto a la apertura
del siglo anterior. La
Inquisición , por ejemplo, es especialmente activa en esta
época y a más de un renacentista le costó el cuello su búsqueda de novedades.
Más que un florecimiento general de la cultura, el Renacimiento constituye un
campo de batalla entre una cultura que no quiere morir y una nueva forma de vida
que se abre paso trabajosamente. Y ello no del mismo modo en todas partes: el
Renacimiento pleno, sobre todo desde el punto de vista artístico, se produce en
Italia, y se contagia en diversa medida y con distinto ritmo al resto de
Europa.
Sin embargo, y teniendo en cuenta estas
restricciones, se pueden señalar algunas características comunes de estos
nuevos tiempos. Quizás la más importante sea el descubrimiento que el ser
humano hace de sí mismo: el hombre empieza a mirar su propia realidad, a
valorar lo humano por su propio valor y no por ser el resultado de la creación
divina. “El hombre es un Dios humano”, decía el Cardenal de Cusa. El humanismo
renacentista intenta lograr un nuevo ideal humano, un modelo de hombre adecuado
a los nuevos tiempos. Y así como los teólogos medievales habían recurrido a los
viejos griegos en busca de inspiración para su pensamiento, los renacentistas
hacen lo mismo, aunque con resultados muy distintos. El hombre del Renacimiento
redescubre su cuerpo, que la
Edad Media había expulsado de su cultura, se interesa por el
mundo que habita y las leyes que lo rigen y toma conciencia de su poder frente
a él. Donde más se nota este nuevo humanismo es en las artes plásticas. La
diferencia con el arte medieval no radica en el talento de los pintores y
escultores, sino en la diferente intención de los artistas. Mientras la
representación del cuerpo humano en la Edad Media era sólo un pretexto para expresar la
trascendencia divina, en el Renacimiento la representación del cuerpo,
frecuentemente desnudo, forma parte de ese interés por lo humano que se expresa
en todo el arte de esta época. Se introduce la perspectiva en la pintura, que
constituye una afirmación de que toda la realidad se somete al punto de vista
de quien la representa. La naturaleza empieza a intervenir en el arte y no sólo
como fondo sino con una reproducción muy cuidadosa de sus características. En
definitiva, el artista del Renacimiento mira al mundo que le rodea, mientras
que el medieval lo consideraba sólo un reflejo de una realidad trascendente. Y
lo mismo sucede en la música, la poesía o la literatura.
No hay que pensar, sin embargo, que el
Renacimiento deja de interesarse por la religión. La mayor parte del arte de
esta época es arte religioso y el ateísmo aún no ha aparecido en la escena
intelectual. La diferencia con los siglos anteriores radica en que se trata de
una religiosidad distinta: se valora el mundo considerando que en él
resplandece la obra de Dios, mientras que en el arte medieval se miraba la
tierra como un mero peldaño para ascender hasta la trascendencia. Las posturas
panteístas, de las que hablaremos luego, expresan esta concepción renacentista
que considera el mundo como un ser divino, y por lo tanto valioso en sí mismo.
Sin embargo, no son estos siglos
especialmente fecundos para la
Filosofía , aunque no faltan pensadores interesantes. Buena
parte del pensamiento filosófico de la época se dedicó a comentar a Platón y
Aristóteles y a las escuelas helenísticas, ignorando y aun despreciando los
movimientos científicos que nacían en esa época y que marcarían más adelante la
orientación de la
Filosofía. Surgió en esta época el divorcio entre “ciencias”
y “letras” que persiste en la actualidad. Tal vez los cambios eran demasiados y
demasiado bruscos para que la
Filosofía encontrara la necesaria distancia que se necesita
para pensar sosegadamente lo que la época exige. Dijo Hegel que la Filosofía es como el
búho de Minerva, que alza el vuelo al anochecer, queriendo expresar que el
pensamiento filosófico reacciona una vez que la historia ha señalado su camino.
Tal vez tenga razón. En cualquier caso, habrá que esperar un poco para que
llegue la gran Filosofía moderna.
Mientras esta llega, se pueden señalar
algunos autores que hicieron aportaciones interesantes. Nicolás de Cusa
(1401-1464), por ejemplo, es un filósofo de transición: medieval en sus
planteamientos básicos, adelanta sin embargo una visión moderna de la
naturaleza que se acerca al panteísmo, afirmando que el universo es infinito,
que carece de centro y que la tierra se mueve, todo ello interpretado
utilizando símiles matemáticos. Juan Pico della Mirandola (1463-1494),
es el autor de una famosa “Oración por la dignidad del hombre”, que constituye
un manifiesto del nuevo humanismo. Pico imagina (siguiendo un texto de Platón)
que en el momento de la creación del mundo Dios agotó todos sus dones en las
creaturas superiores e inferiores al ser humano, de tal modo que cuando llegó
el momento de crear al hombre no le quedaba ya nada que darle. Decide entonces que
en lugar de otorgarle una esencia determinada, como a todo lo demás, le
concederá la posibilidad de convertirse en lo que él quiera: podrá elevarse
hasta convertirse en un ángel o degradarse hasta ser una bestia. Pico adelanta
así una concepción del hombre que reaparecerá de otro modo en el
existencialismo del siglo XX. Nicolás Maquiavelo (1469-1527) es
considerado el creador de la ciencia política, que independiza de la ética a la
que había estado unida desde Platón en adelante. También en esta línea de filosofía
social, renacen en esta época las utopías o modelos de sociedades perfectas,
siguiendo la tradición de La República
platónica, como las de Tomás Moro (1480-1535) y Campanella (1568-1639).
Giordano Bruno (1548-1600) tuvo, como Tomás Moro que fue decapitado, un
destino trágico, ya que terminó quemado en la hoguera por la Inquisición. Aceptó
el heliocentrismo de Copérnico, que enseguida veremos, y la infinitud del
universo, afirmando además que existen en él otros mundos habitados. Su
concepción del universo es claramente panteísta: se trata de un organismo
viviente, que no es otra cosa que el despliegue de Dios mismo.
Muchos otros autores se dedicaron a
releer a los griegos desde una óptica distinta, renunciando a los sistema
teológicos que dominaron la
Edad Media y atendiendo a la originalidad del ser humano en
el conjunto del universo. Todo ello recibiendo la influencia de los pensadores
árabes, que provenían de una cultura mucho más elaborada que la de la Edad Media europea.
Pero quizás la influencia decisiva para comprender los siglos que se avecinan
hay que buscarla en el profundo cambio que sufre el pensamiento científico
desde finales del siglo XIV hasta el siglo XVII, que comentaremos enseguida.
El nacimiento de la ciencia moderna. Siglos XIV a XVII.
Como hemos dicho antes, el pensamiento
científico de Aristóteles era tan potente que su influencia duró casi dos mil
años sin que nadie se atreviera a cuestionarla seriamente. Antes de revisar
estos cuestionamientos conviene echar un vistazo a los principios científicos
del filósofo griego, que significó un gran progreso en su tiempo pero un freno
para la ciencia siglos más tarde.
La ciencia de Aristóteles se basa en el mismo concepto
que marca todo su sistema filosófico: el concepto de causa final. La naturaleza
se rige por unas leyes simples: todo lo que se mueve es movido por otro y es
movido según una finalidad que la naturaleza lleva inscrita en su misma esencia
y que todo lo que existe tiende a realizar. Por ejemplo: cuando una piedra cae
sucede lo mismo que cuanto el fuego sube. Ambos tienden a su lugar natural,
tienden a la finalidad que su esencia les marca, tratando de recuperar su lugar
natural. Cuando una flecha surca el aire es porque el arco le ha comunicado el
movimiento y si se sigue moviendo después es porque el aire que desplaza la
continúa empujando. Por otra parte, la tierra está inmóvil en el centro del
universo (modelo geocéntrico), rodeada de esferas cristalinas en las cuales
están engarzados los astros. Estas esferas giran a su alrededor con un
movimiento circular uniforme, que es el más perfecto de los movimientos, ya que
están movidas por el Primer Motor que a su vez mueve varios primeros motores
secundarios. Además, los astros son esferas (la forma más perfecta) compuestas por
una materia incorruptible, el éter o quinta esencia (las otras cuatro, de las
que está compuesto este mundo, son la tierra, el agua, el aire y el fuego).
Como se ve, la física de Aristóteles se basa en principios metafísicos antes
que en la observación de los datos: la noción de movimiento implica cierta
imperfección, de tal modo que sólo el Primer Motor Inmóvil constituye un ser
pleno y realizado. Y los astros, más cercanos a ese Primer Motor, se acercan
más a la perfección que nuestra pobre tierra, ya que son esferas perfectas y
están compuestos de una materia que no cambia ni se corrompe. La sombra del
viejo Parménides sigue presente en la física aristotélica.
Como este modelo astronómico de
Aristóteles no coincidía con la observación de los cielos, el astrónomo
greco-egipcio Claudio Ptolomeo establece en el siglo II una serie de
correcciones que permiten adecuar el modelo geocéntrico a los datos
observables, si bien aclara que su sistema no pretende describir la realidad
tal como es sino aportar un modelo de cálculo que permita salvar las
apariencias. El sistema de Ptolomeo es adoptado por los astrónomos durante casi
diecisiete siglos, ya que permitía realizar cálculos astronómicos con
suficiente precisión manteniendo el prejuicio ideológico y religioso de que la
tierra se mantenía inmóvil en el centro del universo. Sin embargo, era tan
complejo que Alfonso X, el Sabio, comentó que si Dios le hubiera pedido consejo
para hacer el universo el resultado no hubiera sido tan complicado.
Los primeros intentos de una nueva ciencia.
Los primeros cuestionamientos a esta
visión aristotélica del universo son algo ingenuos y poco tienen que ver con
los principios sobre los que va a edificarse la ciencia moderna. Pero tienen el
mérito de intentar nuevos caminos para la investigación y sobre todo de haber
llamado la atención sobre la necesidad de observar los hechos antes que tratar
de imponerles un prejuicio ideológico. Ya en el siglo III a.C., cuando los
griegos en plena época helenística establecieron en Alejandría un importante
polo de desarrollo cultural, Arquímedes (278-212) había hecho
descubrimientos físicos y matemáticos de enorme importancia. Pero es a partir
del siglo XIV cuando los dogmas aristotélicos comienzan a dejar espacio para
una nueva física, que en pocos siglos transformará el mundo.
Algunos pensadores del siglo XIV,
como Buridán (1295-1348) y Oresme (1325-1382) comienzan a dudar
acerca de la necesidad de que la tierra permanezca inmóvil en el centro del
universo, aunque finalmente terminan afirmándola. El primero insinúa también
los fundamentos del principio de inercia, cuestionando así la afirmación de
Aristóteles acerca de la necesidad de que causa permanezca activa durante toda
la trayectoria del móvil.
Durante el Renacimiento se abre paso
progresivamente la necesidad de reformar la astronomía, que será en adelante la
ciencia pionera, si bien algunos de estos intentos de reforma se limitan a una
vuelta a las teorías ptolemaicas y aristotélicas. Para la gran reforma habrá
que esperar al siglo XVI: un clérigo polaco, Nicolás Copérnico (1473-1543),
propone un nuevo modelo del universo radicalmente distinto del de Aristóteles,
hasta el punto de que se extendido el uso del término “revolución copernicana”
para calificar cualquier proceso radical de cambio. Decidido a simplificar el
complejo sistema de Ptolomeo, introduce un modelo heliocéntrico de raíz
platónica, suponiendo que es el sol el que ocupa el centro del universo y la
tierra gira a su alrededor a la vez que rota sobre sí misma. Mantiene, sin embargo,
las esferas celestes con su movimiento circular uniforme, que no será revisado
hasta un siglo más tarde. A pesar de que su sistema resulta en ocasiones menos
operativo que el de Ptolomeo, que había tenido tiempo de ser ajustado a la
observación, Copérnico abre la puerta a una nueva manera de ver el mundo, que
rompe los límites cerrados del modelo vigente, perfeccionado y matematizado ya
en el siglo XVII por Johannes Kepler (1571-1630). Por eso, su
importancia va a extenderse mucho más allá de la astronomía: lo que pone en
cuestión Copérnico es el puesto del hombre en el universo.
A partir de allí, la astronomía
representará la avanzada de una profunda transformación que se extenderá no
sólo a la ciencia sino al conjunto del pensamiento moderno. Y el profeta de esa
nueva visión del mundo será Galileo Galilei (1564-1642), un italiano
genial que puso las bases del futuro método científico, aunque haya que esperar
un siglo más para que sus intuiciones lleguen a la madurez, ya que están
marcadas por un enfoque racionalista que reduce el papel de la experimentación
empírica.
Galileo no fue un filósofo ni un
teólogo, aunque su defensa del heliocentrismo copernicano fue considerada
herética por la
Inquisición , que a punto estuvo de quemarlo en la hoguera. Su
concepción del universo, pese a algunos descubrimientos importantes, repite el
sistema de Copérnico (que había sido tolerado un siglo antes) y desde el punto
de vista físico-matemático su astronomía es más primitiva que la de su
contemporáneo Kepler. Y sin embargo, uno puede preguntarse por qué llegó a
poner en su contra con tanta virulencia a los poderes de su época, aun cuando
se cuidó de mantenerse fiel a la doctrina teológica de la Iglesia. Además de
cierta imprudencia temperamental de Galileo, que era un provocador nato, quizás
haya que buscar la razón en que sus propuestas anunciaban una transformación
radical de la relación entre el hombre y el mundo que le rodea. Probablemente
el poder de su tiempo intuyó que detrás de esos cambios astronómicos y físicos
se avecinaban cambios más profundos, que afectarían a la estructura social,
política y económica de Europa, cambios que las estructuras conservadores de la Iglesia y del Estado de su
tiempo no estaban dispuestos a tolerar. Como en efecto sucedió.
No es este el lugar para enumerar los
numerosos aportes de Galileo a la astronomía y a la física. Pero para entender
la historia de la Filosofía
de la modernidad es necesario detenerse un momento en su manera de concebir el
estudio de la naturaleza. Galileo echa las bases de lo que sería el método
científico, es decir, de los pasos que un científico sigue para realizar una
demostración. Esos pasos, en el caso de la física, pueden reducirse a
tres: el científico observa un hecho cualquiera de la naturaleza; en segundo
lugar elabora una hipótesis, es decir, una explicación provisional de ese
hecho, utilizando para ello el lenguaje matemático; finalmente, realiza un
experimento, mediante el cual pone a prueba su hipótesis para ver si realmente
sirve para explicar ese hecho. Si sirve, tenemos una ley física comprobada; si
no sirve, habrá que elaborar una nueva hipótesis. Pongamos un ejemplo. Se
cuenta que Galileo observó durante una misa la oscilación de una araña de luces
que pendía del techo de la iglesia (observación); Galileo supone que el tiempo
que tarda la araña en oscilar es siempre el mismo, independientemente de que la
oscilación sea más corta o más larga (hipótesis). Galileo mide, utilizando su
propio pulso, el tiempo de oscilación y comprueba que no varía según su
amplitud (comprobación de la hipótesis). Y ya tenemos verificada la ley de
isocronía del péndulo. El mismo método lo aplica a otros fenómenos, como la
trayectoria de la bala de un cañón o la caída de un objeto desde una torre.
Más adelante estas comprobaciones de
Galileo alcanzarán una formulación matemática más precisa. La ley del péndulo
quedará de la siguiente manera: el tiempo de oscilación es igual a dos pi
multiplicado por la raíz cuadrada de la longitud de la cuerda partida por la
constante de la gravedad. (Pedimos disculpas por introducir una fórmula
matemática en este texto, que según la dicotomía renacentista pertenece a las
“Letras”. Prometemos que será la última). Es difícil exagerar la importancia de
estos descubrimientos: esta unión de un fenómeno físico con una fórmula
matemática es la herramienta científica que provocará un cambio sin precedentes
en los siglos futuros, aplicando la conocida frase de Galileo: “el mundo es un
libro escrito en caracteres matemáticos, y es necesario saber matemáticas para
poderlo leer”. Una vez descubierta la ley matemática del péndulo (o de
cualquier otro fenómeno) el péndulo queda “domesticado”, a disposición del
hombre. Con sólo variar la longitud de la cuerda (única variable de la fórmula)
el péndulo oscilará según el ritmo que el científico decida, de tal modo que en
un reloj el péndulo ha quedado cautivo y obediente al relojero que desea
utilizarlo para medir el tiempo. Y la bala del cañón deberá seguir la
trayectoria prefijada por el artillero. Y si extendemos este ejemplo a toda la
naturaleza, cualquier fenómeno natural podrá ser dirigido para adaptarse a las
necesidades del hombre. Entre la domesticación del péndulo para construir un
reloj y la domesticación del silicio para fabricar un ordenador sólo hay una
diferencia de tiempo. Si bien hay que recordar, para no caer en un optimismo
ingenuo, que la domesticación del átomo lleva también a la destrucción de
ciudades enteras.
El siglo XVIII: la Ilustración.
Como siempre, la identificación de un siglo
con una época histórica tiene mucho de arbitrario. La Ilustración (o
el Siglo de las Luces) se venía preparando desde el Renacimiento, y aun
antes, y de hecho muchas de las características que ahora veremos no son
otra cosa que la maduración de reformas renacentistas. Hay que notar además que
así como el Renacimiento nace en Italia y se contagia con ritmo muy diverso al
resto de Europa, la
Ilustración es un fenómeno que si bien se inicia en
Inglaterra se desarrolla fundamentalmente en Francia. Alemania le sigue, pero
hay regiones, como España, en las cuales la Ilustración pasa casi
de largo, de no ser por algunos intelectuales aislados. Sin embargo, y con
estas precisiones, se pueden mencionar algunas características de esta época
que han tenido un papel importante en la construcción de este mundo
occidental en que vivimos.
Si bien la economía sigue siendo
fundamentalmente agraria, se empieza a desarrollar hacia fines del siglo (sobre
todo en Inglaterra) la revolución industrial que cambiará radicalmente el modo
de producción en el siglo siguiente: la ciencia comienza a dar sus frutos
tecnológicos. Y la población experimenta un considerable incremento, hasta el
punto de que se ha llegado a hablar de “revolución demográfica”. El mundo
europeo se amplía a finales de siglo con la aparición en escena de los Estados
Unidos de Norteamérica, cuya Constitución es la primera de la historia y que en
poco tiempo se convertirá en la primera potencia industrial.
Estos hechos tienen una relación muy
directa con los cambios en el modo de pensar: los burgueses son individuos, en el sentido estricto de
la palabra, mientras que los antiguos nobles eran parte de un linaje, una
familia, un territorio. La nueva clase dirigente ha conseguido el poder con su
propio esfuerzo, así como el científico de la era moderna se siente capaz de
transformar la naturaleza a la medida de sus necesidades. El individualismo de
Descartes no hace más que dar fe de esta nueva manera de comprenderse el hombre
a sí mismo, si bien habrá que esperar un poco para que esa proclama llegue a su
madurez.
Esta actitud activa y crítica del hombre
moderno implica un optimismo en ocasiones algo ingenuo. Con algunas
excepciones, como la de Rousseau, los dirigentes de la Ilustración se sienten
capaces de iniciar una etapa de la humanidad en la que la naturaleza sea
dominada, el hombre supere todos los prejuicios y supersticiones que han
detenido su progreso y la humanidad entera llegue a un estado de paz y
prosperidad. Los ilustrados franceses publican La
Enciclopedia , un enorme tratado que intenta recopilar
todo el conocimiento de la época, desde los más abstrusos problemas filosóficos
y científicos hasta las técnicas para trabajar la madera o cultivar los campos.
Se pretende recoger en ella la inmensa cosecha de sabiduría cultivada desde los
griegos hasta el presente, esperando que con esos instrumentos a su
disposición el hombre moderno se haga dueño del mundo y de su propio destino.
Afortunadamente para ellos, estos ilustrados no podían conocer la trágica
historia de los siglos siguientes porque en ese caso hubieran sufrido un
duro golpe en su optimismo.
¿Cuál era el fundamento filosófico de
esta confianza en la
Humanidad que destilaba el Siglo de las Luces? Sin
duda, el descubrimiento de la razón. Pero este tema merece un tratamiento aparte.
La razón ilustrada.
Por supuesto que el descubrimiento de la
razón es muy anterior al siglo XVIII. Desde el logos de los viejos griegos hasta la razón teológica de Santo
Tomás de Aquino, pasando por el más modesto empleo del lenguaje articulado, siempre
la relación del hombre con el mundo que le rodea estuvo determinada por su
naturaleza racional. Pero la razón que orienta el Siglo de las Luces es una
razón que ha pasado por muchas experiencias históricas. Kant llamaba a la Ilustración la época
en que la razón había adquirido la mayoría de edad. Quizás al hacerlo pagaba
también un tributo a ese optimismo moderno del que hemos hablado, pero no cabe
duda de que en el movimiento filosófico ilustrado la razón empieza a liberarse
de la tutela que había padecido por parte de la teología medieval y toma
conciencia de su autonomía. Por otra parte, y eso la diferencia del viejo logos griego, se trata de una razón
que ha asumido el formidable paso que da la ciencia en esa época y que es capaz
de cuestionarse a sí misma, de asumir una actitud crítica con respecto a sus
posibilidades y sus límites, cosa que no había logrado la incipiente filosofía
del Renacimiento.
Quizás esta posibilidad que tiene la
razón moderna de preguntarse por su propia capacidad de conocer, como ya había
hecho Descartes, sea la característica fundamental del pensamiento de esta
época. Por eso el tema primero del que se ocupa la filosofía de la Ilustración ya no será
el mundo y ni siquiera el hombre en general sino la teoría del conocimiento:
qué se entiende por verdad y hasta qué punto la razón humana es capaz de
alcanzarla. La razón siempre ha sido crítica, pero ahora es crítica ante todo
de sí misma, es capaz de dudar de sus propias fuerzas y someterlas a examen.. Y
ello implica que la razón moderna intenta despojarse de la carga que
implicaba el principio de autoridad, por el cual el peso de la tradición
y la doctrina de los maestros constituía un freno para la libertad del
pensamiento, como bien lo experimentaron Giordano Bruno o Galileo, por
ejemplo.
Especialmente interesante resulta la
relación de la razón ilustrada con la fe. Esa relación no se rompe sino que se
seculariza: la razón abandona el ámbito de lo sagrado, del misterio teológico,
para ocuparse del saeculum, es
decir, del siglo, del mundo en el que viven los hombres, de la realidad de aquí
abajo. Pero al hacerlo los nuevos conceptos conservan un aire de familia que
delata su origen. Por ejemplo: la idea cristiana de Providencia, es decir, de
la paternal conducción de la historia por parte de Dios se convierte en la idea
de Progreso; la comunión de los santos que definía el concepto de Iglesia
se transforma en la
Humanidad ; muchos de los atributos de Dios se aplican a la Naturaleza ; finalmente,
la Razón asume
en buena parte el papel de la fe. Y sin embargo estos nuevos conceptos
secularizados siguen conservando el recuerdo de su origen religioso: la
confianza que muchos ilustrados depositan en estos nuevos conceptos, el
optimismo con que esperan su cumplimiento, hacen pensar que la nueva cultura
ilustrada consiste no sólo en ideas filosóficas sino que incluye creencias que
no han olvidado del todo su origen trascendente.
De hecho, el ateísmo es raro durante el
siglo XVIII, mientras que surge con fuerza el deísmo: la creencia en un Dios
que se puede conocer por la pura razón, creador y organizador del universo pero
que no interviene en el curso de la historia. La filosofía de Voltaire
(1694-1778) constituye un ejemplo clásico de esta religión natural. Sin
embargo, no pocos autores siguen afirmando posturas teístas, es decir, su
creencia en la revelación, en la providencia divina y en el carácter personal
de Dios, como por ejemplo sucede en el caso de Kant, que veremos con más
detalle.
Rousseau: una teoría de la democracia.
Si Hume pone en crisis la teoría del
conocimiento, Jean Jacques Rousseau (1712-1778) dedica su filosofía a
defender una nueva visión del hombre y la sociedad que tendrá un enorme influjo
en la Ilustración
y después de ella.
Rousseau retoma el problema que ya habían
planteado Hobbes y Locke: ¿cuál es el estado natural del hombre? Es decir:
¿cómo era el hombre antes de fundar la sociedad? O quizás mejor: ¿cómo sería el
hombre si prescindiéramos de lo que la sociedad ha puesto en él? Rousseau
supone lo contrario que Hobbes: el hombre natural era un ser benévolo, que
vivía en paz con la naturaleza y con los demás hombres, satisfacía con
facilidad sus limitadas necesidades y carecía de ambición y de avaricia.
Este “buen salvaje” gozaba de una placentera libertad natural y estaba
guiado por un sano amor de sí.
Todo se arruina cuando aparece la
propiedad privada: cuando un hombre cerca un terreno y proclama que es suyo,
comienza el egoísmo, las envidias y la injusticia. Se termina la paz del estado
de naturaleza y esta situación es aprovechada por los poderosos para imponer
unas leyes injustas que, bajo pretexto de establecer la paz, sólo se dirigen a
perpetuar la opresión de los débiles y anular su libertad. Es decir, el
progreso en la cultura, las ciencias y las artes, ha traído consigo una
situación de esclavitud para un ser humano que había nacido libre. Como se ve,
una postura pesimista acerca de la situación social de su tiempo que no
compartían muchos de sus contemporáneos ilustrados, encandilados por la idea de
progreso.
¿Qué hacer ante esta situación? Rousseau
comprende que no se puede volver a un estado adánico y resucitar al buen
salvaje: su crítica no apunta a la civilización en general sino a la forma
concreta que esta civilización ha adquirido. Propone en cambio establecer un
nuevo contrato social muy distinto del que propugnaba Hobbes con su
legitimación del absolutismo. Un contrato mediante el cual el individuo una sus
fuerzas con las de los demás sin perder su libertad. Para lograrlo, se trata de
establecer lo que él llama la voluntad
general, es decir, la voluntad de la comunidad en su conjunto, que no es
la mera suma de las voluntades individuales. Desde el momento en que el
ciudadano acepta someterse a esta voluntad general no pierde un ápice de su libertad,
ya que se somete a una ley que él mismo se ha dado como parte de esa comunidad
y por lo tanto no obedece a nadie más que a sí mismo. Cada uno se da a todos
los demás y al hacerlo recobra esa libertad que entrega, con la ventaja de que
aumenta su fuerza y la defensa de lo que es suyo. Esta voluntad general se
determina por medio del sufragio universal, que tiene la virtud de
eliminar las opiniones extremas y establecer la opinión común de la sociedad.
Desde el momento en que un ciudadano ha aceptado libremente el pacto, el
resultado de la votación, cualquiera que sea, estará expresando su propia
voluntad, aun cuando él haya votado otra cosa distinta.
Se pasa así del estado de libertad
natural propio del buen salvaje al de una libertad civil fundada en la
razón, creando una unión social perfecta que está muy por encima del estado de
naturaleza. Y aquí Rousseau, ilustrado y optimista en el fondo, supone que este
nuevo orden social será capaz de erradicar el mal y la injusticia y asegurar la
felicidad del hombre.
La concepción de la democracia que
defiende Rousseau no coincide demasiado con las democracias modernas. Él
propone una democracia directa que excluye toda delegación del poder, rechaza
los partidos políticos y la división de poderes. Su influencia, sin embargo, ha
sido enorme no sólo entre los teóricos de la filosofía política sino también en
la filosofía moral, como veremos enseguida al describir la ética de Kant.
Kant: la síntesis de la Ilustración.
Emmanuel Kant (1724-1804) llena todo el siglo XVIII,
tanto desde el punto de vista cronológico como ideológico. Su filosofía intenta
recoger en una síntesis genial los elementos sueltos que construyeron la Ilustración : el
racionalismo, el empirismo, la ciencia moderna, la teoría ética y política. Y
ello hasta el punto de que sucede con él algo parecido a lo que pasó con
Sócrates: su pensamiento divide en dos la historia de la Filosofía de su época,
en un período pre-kantiano y otro post-kantiano.
Y sin embargo, no fue en su tiempo un
personaje famoso sino más bien un oscuro profesor en una ciudad perdida de la Prusia oriental
(Koenigsberg, ahora parte de Rusia) de la que casi no salió en su vida,
dedicada en su totalidad a leer, escribir y dictar clases. Desde allí, Kant
revoluciona el pensamiento ilustrado, en una época en que las comunicaciones
eran extremadamente difíciles. Hombre metódico hasta la exageración, creyente
convencido, cordial y amable con los demás y exigente consigo mismo, soltero
empedernido. Se cuenta que las amas de casa de Koenigsberg ponían el reloj en
hora guiándose por la hora en que veían pasar a Kant para dar su paseo de la
tarde. Siguiendo un estricto régimen de vida logró vivir ochenta años en un
clima inhóspito y continuar escribiendo casi hasta el final de su vida.
A Kant le preocupaba un problema que
sigue preocupando hoy a quienes se aventuran por la historia de la Filosofía : ¿por qué las
ciencias progresan según pasa el tiempo y sin embargo la Filosofía vuelve a
empezar continuamente, sin llegar a ningún acuerdo en los problemas
fundamentales? Adelantemos la respuesta de Kant, dejando para después su
explicación: eso sucede porque la ciencia trata de conocer aquello que puede
conocer, es decir, aquellos temas adecuados a la capacidad de nuestra razón
porque tenemos datos para pensar en ellos. La Filosofía , en cambio,
está empeñada en conocer problemas metafísicos, aquellos a los que no
alcanzan nuestros sentidos, como la existencia de Dios o la inmortalidad
del alma. Y las modestas fuerzas de nuestra mente no son capaces de enfrentarse
a estas cuestiones. Aunque quizás pueda encontrarse en la experiencia humana
algún otro camino que nos permita acercarnos a ellos. Pero vayamos por partes.
La razón práctica.
Pero nosotros no usamos la razón
solamente para saber cómo son las cosas ni para hacer ciencia. También la
utilizamos para saber qué tenemos que hacer, para dirigir nuestra conducta.
Cuando, ante una decisión difícil, nos preguntamos ¿qué debo hacer?, nuestra
razón tiene mucho que ver en la búsqueda de la respuesta: buscamos razones a
favor o en contra, las comparamos, justificamos con ellas nuestra decisión o
nos sentimos culpables por haber actuado por razones equivocadas. Este es el
llamado uso práctico de la razón, o razón practica.
Y aquí aparece una diferencia muy
importante con la razón teórica, que es su dimensión moral. La razón práctica
en las decisiones morales no puede basarse en los datos de los sentidos, en la
experiencia. Por una razón muy clara: cuando la razón pregunta ¿qué debo hacer?
no se está refiriendo a lo que existe sino a lo que debe existir, no pregunta por lo que es sino por lo que debe
ser. Y es evidente que lo que
debe ser (y por lo tanto todavía no es) no podemos verlo, oírlo o
tocarlo. En este sentido la razón práctica es siempre pura, en el sentido que le daba Kant: sin contenido empírico. El
deber ser no puede justificarse
en la observación de la naturaleza: aunque veamos que alguien asesina a otro
(dato empírico) la razón sigue afirmando que no se debe matar: veremos en qué
se basa pero lo que está claro es que no se basa en la observación de los
hechos. Tal vez si examinamos este uso de la razón podamos aproximarnos a
esos noúmenos que la ciencia no
podía conocer precisamente por su falta de datos empíricos.
Mientras que la razón teórica formula
afirmaciones o juicios (“el calor dilata los cuerpos”), la razón práctica
formula mandamientos o imperativos (“no se debe matar”). Pero existen dos tipos
de imperativos: el primero, que Kant llama hipotético, es aquel en el cual la obligación se basa en motivos
de tipo empírico, o, dicho de otra forma, en un premio que se pretende
conseguir o un castigo que se pretende evitar. Por ejemplo: “si quieres
conservar bien la dentadura, lávate los dientes”, “si no quieres que te
suspendan, estudia filosofía”. Es evidente entonces que si no nos importan las
consecuencias, el imperativo deja de ser obligatorio. Este tipo de imperativo
no es el que nos interesa, precisamente porque se basa en motivos que implican
datos de los sentidos, con lo cual volveríamos a encontrar los mismos límites
que encontrábamos en el conocimiento científico. Y hay que advertir que Kant
considera empíricos también los sentimientos, como el placer, el dolor y los
afectos en general, de modo que si obramos porque la acción nos produce placer
o por pura compasión también estaríamos ante un imperativo hipotético.
¿Es que acaso hay otro tipo de
imperativos que no sean estos? ¿Actuamos alguna vez sin buscar un premio,
aunque sea afectivo, o sin la amenaza de un castigo? Kant no lo duda: existen imperativos categóricos, es decir
aquellos en los cuales la obligación se basa únicamente en el deber: haz esto
porque debes. Y punto. Por lo tanto no dependen de ninguna condición, de ningún
premio ni castigo, ni siquiera afectivo, ni siquiera, para los creyentes, de la
esperanza de la salvación eterna ni del temor al infierno. Por ejemplo:
supongamos que tengo un amigo rico que está casado con la mujer que yo quiero.
Estamos solos al borde de un precipicio, no hay nadie en varios kilómetros a la
redonda. Me bastaría un suave empujón en su espalda para quedarme con su dinero
y su mujer, sin ningún riesgo de castigo. ¿Por qué no lo hago? Desde el punto
vista hipotético y empírico todo son ventajas; sin embargo, está claro que no debo hacerlo. Pero también es
cierto que podrían existir otras razones ocultas, como el miedo a los
remordimientos o el temor a la vida futura, lo cual nos volvería a llevar al
terreno empírico de los premios y los castigos.
El deber moral no se puede demostrar con
teorías: es un hecho, y como todo hecho se impone sin necesidad de pruebas. Si
alguien le discutiera a Kant la existencia del deber moral, argumentando que
siempre obramos por nuestras conveniencias empíricas, Kant le contestaría que
no puede seguir la discusión. Se trataría de un caso similar al de una persona
que escuchara una sinfonía de Mozart y opinara que desde el punto de vista
estético no se diferencia del ruido de una moto: es imposible demostrarle lo
contrario. Todo lo que sigue parte del hecho de que existe el deber moral, aun
cuando siempre podamos discutir acerca de su contenido concreto, su fundamento,
su origen. Y aun cuando no podamos demostrarlo, hay que reconocer que la
experiencia cotidiana de cualquier persona normal es capaz de distinguir cuándo
está obrando por interés propio y cuando se enfrenta a una obligación moral,
aun cuando existan situaciones confusas.
¿En qué consiste ese imperativo
categórico? Sabemos, por ejemplo, en qué consisten los mandamientos
judeo-cristianos: amar a Dios, no matar, honrar padre y madre, etc. El
imperativo categórico no se ocupa de estos contenidos; no indica qué debemos o no debemos hacer sino cómo debemos hacerlo. Por eso es un
imperativo formal: se refiere a
la forma, a la manera en que actuamos, y no pretende proponer una lista
de acciones buenas o malas. Porque una misma acción puede ser moral o no serlo
según su forma: podemos, por
ejemplo, ayudar a un amigo por deber o esperando una recompensa por su parte. Y
por eso también el imperativo es autónomo:
para que la acción tenga valor moral debe provenir de mi propia voluntad, de
tal modo que la mera obediencia a una norma que viene de fuera no basta para
que la consideremos valiosa moralmente.
Kant propone varias fórmulas del
imperativo categórico. .Dice una de ellas: “Obra de manera que trates a la
humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los demás, siempre como un
fin y no sólo como un medio”. Un fin vale por sí mismo, un medio vale en la
medida en que nos conduce al fin. Siempre que utilizo a una persona para
conseguir mis fines la estoy tratando como medio, lo cual no significa que esté
actuando mal: sólo indica que a mi acción no la guían motivos morales sino la
utilidad. Cuando un peluquero me corta el pelo ambos nos tratamos como medios:
yo para mejorar mi aspecto, él para ganarse la vida, de modo que sería absurdo
creer que acudir a la peluquería me convierte en una buena persona. Pero
imaginemos que en plena tarea el peluquero tiene un infarto y yo olvido mi
prisa y me dedico a auxiliarle: en ese momento ha dejado de ser un medio y lo
estoy tratando como fin, es decir, como un valor en sí mismo, ya que como
peluquero ha dejado de serme útil. Sólo allí comienza la moralidad de la
acción.
Obsérvese que Kant no censura que nos
tratemos como medios: todas las relaciones sociales están organizadas así,
desde los peluqueros a los profesores, pasando por los médicos y los
fontaneros. Dice que la moral empieza cuando, además de tratarnos como medios,
nos tratamos como fines, es decir, como personas cuyo valor no está determinado
por su utilidad sino por el mero hecho de existir como seres humanos. La
humanidad es, por lo tanto, el único fin que vale por sí mismo y por lo tanto
el único contenido de la moral kantiana. Y hay que advertir que esta humanidad
no es sólo la de los demás sino también la nuestra: según Kant, tampoco debemos
tratarnos a nosotros mismos como si fuéramos sólo medios, lo cual implica que
tenemos el deber de respetarnos y a exigir para nosotros el mismo respeto con
que debemos tratar a los demás.
Esta es la norma fundamental de la razón
práctica, y por lo tanto es una norma universal, como todo lo que procede de la
razón. Cuando voy a tomar una decisión moral, dice Kant, debo preguntarme si lo
que voy a hacer puede convertirse en una norma universal, que valga para todos
los hombres. Si es así, puedo estar seguro de que me estoy guiando por un
criterio racional y no por mis intereses particulares y egoístas. Interpretando
esta afirmación desde el momento actual, la universalidad del imperativo se
opone a toda forma de discriminación como el racismo, la xenofobia o el
machismo, que seleccionan a los seres humanos según cualidades empíricas.
La ética kantiana es muy exigente y en
ocasiones de un rigorismo algo inhumano. Llega a decir que las acciones de una
persona naturalmente bondadosa y compasiva tienen un valor moral inferior a las
que realiza un hombre seco y poco sensible pero respetuoso del deber. Es
difícil simpatizar con la desconfianza kantiana hacia todo tipo de sentimientos,
así como compartir algunos ejemplos suyos, como el que declara peor la
masturbación que el suicidio. Pero más allá de su talante personal, la ética de
Kant constituye probablemente la reflexión más honda que se ha realizado sobre
ese tema en la historia de la
Filosofía.
Libertad, Dios e inmortalidad.
Habíamos anunciado que por este camino
de la moral, que no depende de los datos empíricos, quizás podríamos asomarnos
a ese mundo de las cosas en sí al que no llegaba el conocimiento y la ciencia.
Kant lo hace, pero advierte que lo que establecerá en adelante no serán
demostraciones sino algo más modesto: serán postulados. Un postulado es algo
que la razón humana exige pero no es capaz de demostrar, es una condición que
da sentido a la experiencia moral pero que no se puede probar teóricamente.
Por ejemplo, la libertad. No podemos
probar científicamente que somos libres, pero podemos postular la existencia de
la libertad, ya que sin ella la existencia de la moral sería imposible. Y
recordemos que la moral es un hecho. La acción humana no tendría valor moral si
estuviéramos determinados a hacer una cosa u otra sin que pudiéramos decidirlo.
Pero, puesto que tiene ese valor, somos libres.
Kant era un ilustrado y como hemos dicho
antes, en todo ilustrado late una confianza en la razón que se parece mucho a
la fe de otros tiempos. Él constata que la razón exige que la virtud moral y la
felicidad vayan juntas. El hombre racional reclama que el bueno sea feliz, y se
rebela contra las desgracias que sufren los justos y los premios que reciben
los canallas. Sin embargo, vemos todos los días que felicidad y virtud no
siempre son compañeras de viaje, y que muchas veces el sufrimiento es el
resultado de la virtud. Por lo tanto, la razón tiene derecho a postular una
vida futura en la cual la felicidad, que es empírica, y la bondad, que es
moral, se reconcilien para siempre. Es decir, a postular la inmortalidad del
alma.
Y ello supone la existencia de un Dios
que asegure esa reconciliación entre el mundo empírico de las cosas naturales y
el mundo moral de la libertad. Dios constituye la aspiración última de una
razón que apuesta porque el mundo está bien hecho y tiene un sentido. Aun
quienes no seguimos a Kant hasta tan lejos estaríamos encantados de que tuviera
razón y la racionalidad triunfara en la historia. Aunque lo que hemos visto
hasta ahora no avala tanto optimismo.
Sociedad, historia, derecho, religión.
Es imposible resumir todas las
consecuencias que saca Kant de esta visión del hombre y de la ética. Su
pensamiento incursiona en la filosofía de la historia, de la sociedad y del
derecho, así como de la religión y de la experiencia estética, temas que no
podemos desarrollar aquí. Comprende que no es el individuo quien está llamado a
realizar los fines de la humanidad sino la especie humana, aunque para hacerlo
siga caminos aparentemente desviados. Y que esa realización la debe hacer en
sociedad, superando la contradicción que él caracteriza como “la insociable
sociabilidad del hombre”: el derecho, el imperio de le ley, debe guiar esta
tarea dentro del Estado, aspirando a una sociedad universal de naciones que
asegure una paz perpetua entre los hombres bajo el imperio de le ley. Todo ello
tiende a realizar en la tierra lo que él llama “el reino de los fines en sí”,
es decir, una comunidad de seres racionales que organicen la sociedad según el
imperativo moral. A Kant no se le oculta el carácter utópico de este sueño,
pero no renuncia al derecho que tenemos de aspirar a él.
Como dijimos al principio, la filosofía
de Kant constituye la síntesis más acabada de los diversos caminos que siguió la Ilustración , con sus
aciertos y sus errores, sus logros y sus límites. El pensamiento posterior, aun
el más anti-kantiano como el de Nietzsche, tiene necesariamente que contar con
él.
Karl
Marx (1818-1883) constituye un caso peculiar en la Historia de la Filosofía. En primer
lugar porque no se trata de un filósofo: como dijo Engels en su funeral, era
ante todo un revolucionario, cuya intención principal era la de preparar el
camino para un cambio de estructura social que juzgaba inevitable. Y en función
de ese objetivo desarrolló una intensa vida intelectual, dentro de la cual la Filosofía constituye
sólo uno de sus aspectos junto a una concepción de la historia, de la sociedad
y de la economía de una enorme originalidad y fuerza especulativa.
Pero
además, su misma Filosofía es objeto de discusión. Algunos afirman que existe
en su obra una primera etapa filosófica (que se suele llamar del “joven Marx”)
en la que su pensamiento permanece todavía atado al de Hegel, aun cuando
intenta superarlo, y por lo tanto conserva restos de idealismo. Según estos
intérpretes, hay que esperar al Marx maduro y la aparición de su obra
fundamental, El Capital, para
encontrar su auténtico aporte científico, que abandona la filosofía
especulativa por una teoría económica e histórica de corte decididamente
materialista. Otros autores, por el contrario, defienden la continuidad de
estas dos etapas de su desarrollo intelectual, afirmando que su sistema científico
hay que interpretarlo a la luz de la filosofía desarrollada en sus primeras
obras. Sin contar con diversas corrientes marxistas, cada una de las cuales se
declara auténtica heredera de su pensamiento: el marxismo ortodoxo de la Unión Soviética ,
el trotskysmo, el marxismo humanista, el eurocomunismo, etc. Y por si
todo esto no bastara, no resulta fácil desligar el pensamiento del mismo Marx
de los aportes de Engels y Lenin. De hecho, la obra de Marx ha sido
interpretada en tantos sentidos distintos que el mismo Marx le dijo a su
cuñado: “Lo cierto es que yo no soy marxista”.
Aquí
nos vamos a limitar a exponer algunas de sus tesis filosóficas, entendiendo que
sin ellas la enorme obra de Marx queda privada de un referente esencial para
comprender su sentido. De todas maneras, hay que advertir que con Marx sucede
lo mismo que con todos los autores geniales: es imposible resumir ni siquiera
lo esencial de su pensamiento. Lo único que se puede hacer en pocas páginas es
seleccionar algunas de sus ideas centrales, confiando al menos en no
tergiversarlas
La época.
Como
dijimos antes, el siglo XIX de Europa es muy difícil de caracterizar: suceden
muchas cosas y se preparan muchas otras, entre ellas dos guerras mundiales en
el siglo siguiente. Pero una de las principales consiste en las consecuencias
sociales que trae consigo la revolución industrial. El siglo anterior había
sido el siglo de la ciencia moderna y de sus primeras consecuencias
tecnológicas. En el siglo XIX se desarrolla lo que se ha llamado la primera
revolución industrial, sobre todo en Inglaterra, y se extiende la
tecnología hasta invadir la vida cotidiana. Las protagonistas de la vida
económica serán en adelante la máquina y la fábrica: la máquina de vapor y la
producción de electricidad van a cambiar en poco tiempo no sólo las técnicas
productivas sino el modo de vida de la cultura occidental, incluyendo su forma
de pensar. Una revolución similar a la que sucederá en el siglo siguiente con
la introducción de la informática.
Pero
esta revolución, como siempre, tiene su precio. Las máquinas son caras, y antes
de sacar beneficios de ellas hay que amortizar su coste, abriendo una etapa que
se ha llamado de acumulación de capital. Y ese coste lo va a pagar, también
como siempre, la parte más débil del sector productivo, es decir, el obrero.
Las máquinas no crean solamente bienes sino también una nueva clase social, que
Marx llamará el proletariado, es decir, aquellos que participan en la
producción aportando lo único que tienen: su trabajo. Las condiciones del
proletariado en este proceso eran terribles. Jornadas de doce y catorce horas
sin días festivos en ambientes insalubres, salarios de miseria, total ausencia
de seguridad social. La descripción que hace Engels del trabajo de niños en las
minas parece un relato de terror: niños de cuatro, cinco y siete años
encargados de abrir y cerrar puertas y empujar contenedores en galerías húmedas
y oscuras durante doce horas diarias, comiendo cuando pueden.
La
obra de Marx resulta inexplicable sin tener en cuenta esta situación de la
sociedad de su tiempo. Toda su obra teórica está orientada a desarrollar los
fundamentos de una transformación social que supere esta organización de la
vida económica basada en la explotación del trabajo. Y para ello va a integrar tres
corrientes de pensamiento de su época, sometiendo cada una de ellas a una
profunda crítica.
La
primera de ellas es la filosofía de Hegel, que estudió en su juventud. Él
intenta invertir el sistema hegeliano. En sus palabras “se trata de poner sobre
sus pies lo que en Hegel marchaba cabeza abajo”. Es decir: en lugar de
considerar a la Idea ,
al Espíritu como el protagonista de la realidad, Marx supone que la historia
está determinada por la historia de la materia. Y en su explicación de esa
historia utiliza el formidable aporte que ha dejado la filosofía de su maestro:
la dialéctica. El materialismo histórico, por lo tanto, trata de superar tanto
el idealismo de Hegel como el materialismo groseramente mecanicista de otros
representantes de la izquierda hegeliana, como el mismo Feuerbach, poniendo a
la materia en un proceso de constante transformación. Más adelante veremos cómo
se debe entender ese materialismo en la obra de Marx, cuyo sentido se aleja
bastante del que se utiliza en el lenguaje cotidiano.
La
segunda influencia importante fueron los llamados “socialismos utópicos” que
proliferaron desde fines del siglo XVIII. Estos socialismos, como los de
Fourier, Saint Simon y Owen, así como el anarquismo de Bakunin y Kropotkin,
trataban de dar una respuesta a las injusticias de la sociedad, proponiendo
modelos alternativos. Pero esa respuesta se basaba únicamente en razones
morales, en el deseo bien intencionado de sus autores que diseñaban sobre el
papel una sociedad en la que prevalecieran la solidaridad, la justicia y el
amor entre los hombres. Marx comprende que ese no es el camino, que las buenas
intenciones carecen de poder para transformar las estructuras sociales y que es
necesario fundamentar el socialismo en una ciencia. El llamado socialismo científico intentará
mostrar que las leyes que dirigen la historia tienden a la construcción de una
sociedad socialista, que no consiste por lo tanto en una aspiración ética sino
en una meta a la que se dirige la historia humana, considerada como una ciencia
que sigue el modelo de las ciencias naturales, regidas por leyes.
Finalmente,
la tercera fuente en que se inspira su obra es la economía política
desarrollada sobre todo por autores ingleses como Adam Smith y Ricardo desde
fines del siglo XVIII. Por primera vez estos y otros autores intentan construir
una visión de conjunto de las leyes que rigen la economía, lo que hoy
llamaríamos una teoría macroeconómica, continuando la tarea que se había
iniciado ya en el siglo XVII con el mercantilismo. El enfoque ideológico de
estos economistas ingleses es decididamente liberal capitalista, pero en su
obra desarrollan instrumentos teóricos como la teoría del valor o las leyes del
mercado que Marx utilizará para sus propios análisis, aunque dándoles la
vuelta, como había hecho con Hegel.
Con
estos y otros elementos Marx elaborará uno de los sistemas más importantes para
comprender la historia de la sociedad en los últimos dos siglos, integrando
disciplinas tan diversas como la economía, la filosofía y la historia en una síntesis
genial aunque, por supuesto, discutible. Probablemente uno de los peores
enemigos que ha tenido la obra de Marx ha sido la tendencia a convertirla en un
dogma intocable que sólo admite seguidores incondicionales. Marx inaugura la
tradición que se ha llamado “filosofía de la sospecha”, a la que también
pertenecen Nietzsche y Freud y que consiste en suponer que detrás de las
ideologías comúnmente aceptadas se ocultan razones de las que nuestra
cultura prefiere no enterarse, de tal modo que el individuo está dirigido en su
acción por motivos que desconoce. Será tarea del “filósofo de la sospecha”
sacarlos a la luz.
Qué es el
hombre.
Se
trata de una vieja pregunta de la
Filosofía ; según Kant la pregunta que resume todas las otras.
Y ha sido respondida de muy diversas maneras, algunas de las cuales hemos
mencionado antes, pero siempre, según Marx, desde un punto de vista idealista,
como si el hombre tuviera una esencia fija independientemente de las
condiciones en que se desarrolla su vida. Es hora de sospechar de ese enfoque y examinar qué se oculta detrás.
Para
Marx, el hombre es un ser natural, es decir, un producto más de la evolución de
la materia. Pero un producto muy especial: un producto que se forma a sí mismo,
que en la relación que establece con la naturaleza que le rodea produce su
propio ser. Pongamos un ejemplo. Una abeja se relaciona con la naturaleza, por
supuesto: necesita libar el polen de las flores para elaborar la miel y cambia
su entorno construyendo un panal. Pero esa relación no cambia a la abeja, que
la repetirá una y otra vez y seguirá siendo la abeja que era. Al hombre no le
sucede lo mismo: al producir lo que necesita para vivir el hombre se produce a
sí mismo y por lo tanto no es el mismo antes que después de ese acto productivo.
Al descubrir el fuego el hombre primitivo cambió su entorno natural: ahora era
capaz de trabajar metales, de cocinar sus alimentos, de regular la temperatura
de su cueva. Pero al producir todo esto también ha cambiado él, que en adelante
podrá realizar transformaciones que eran imposibles antes de la domesticación
del fuego. Es lo que Marx llama “la conversión de la naturaleza en hombre”. Y
esta es la raíz de lo que se entiende por materialismo: son los procesos materiales de producción los que
definen la realidad humana, y como vamos a ver después, también su modo de
pensar.
Por
lo tanto, la pregunta ¿qué es el hombre? No tiene sentido en general: habría
que preguntarse de qué hombre se trata, de qué proceso productivo estamos
hablando. No es lo mismo el cazador prehistórico que el agricultor medieval que
el obrero industrial: cada uno de ellos produce su propia vida de modo distinto
y no tienen una esencia común de la que todos ellos participen.
Démosle
nombre a esta actividad humana que transforma la naturaleza transformando a la
vez al hombre que realiza: esa transformación: es el trabajo. Por eso casi podría decirse que el trabajo
determina la esencia del hombre, aunque una esencia histórica y no
metafísica como las de la filosofía anterior: según sea el trabajo será el ser
humano que trabaja. El trabajo no se reduce, por lo tanto a ser un medio para
ganarse la vida, es más bien el medio de construirse la vida, porque si en algo
se distingue el hombre de los demás animales es precisamente porque trabaja; la
abeja no trabaja, sólo produce.
Este
trabajo, por supuesto, es siempre trabajo social. No es el individuo el que
trabaja para satisfacer sus propias necesidades sino una sociedad más o menos
amplia la que distribuye las tareas. Desde las sociedades más primitivas la
producción ha sido siempre una actividad social en la que el trabajo se ha
diversificado, al menos a partir de lo que se ha llamado “el comunismo
primitivo”: en los primeros tiempos según el sexo y la edad y más adelante
según una amplia variedad de criterios. Y hay que notar que el tipo de sociedad
va a depender de esa distribución del trabajo; no es lo mismo, por ejemplo, la
sociedad esclavista que la sociedad industrial y sus diferencias dependen ante
todo del diverso papel que cumplen sus integrantes en el proceso productivo.
Marx resume esta idea en la siguiente frase: “la esencia humana...es, en su
realidad, el conjunto de sus relaciones sociales”.
La alienación.
Si
todo terminara aquí no habría problema. Pero la realidad es que las cosas no
funcionan en la historia conforme a esa dialéctica según la cual el
hombre transforma la naturaleza y recibe el fruto de esa transformación, que lo
lleva a realizarse como hombre. Y no sucede así porque el trabajo está alienado, es decir, el resultado del
trabajo no se lo apropia el trabajador sino una clase dominante que aprovecha
el trabajo ajeno. Se divide así la sociedad en clases sociales: los que aportan
su fuerza de trabajo y los que explotan el trabajo de los demás. Como decíamos
antes, estas clases sociales han ido variando a lo largo de la historia: al
comienzo existió un comunismo primitivo pero que pronto fue reemplazado por la
división entre los amos y los esclavos, luego los señores y los siervos; más
tarde los capitalistas y los proletarios. Pero estas distintas clases tienen en
común que rompen el proceso de humanización según el cual el hombre produce su
propia vida: para el trabajador el trabajo ya no es la actividad por la cual el
hombre se hace hombre sino una pesada carga que sólo le sirve para mantenerse
con vida. El trabajo se convierte en ajeno,
que es lo que significa el concepto de alienación.
Pensemos, por ejemplo, en los esclavos que construyeron el Coliseo Romano. Sin
duda, su trabajo logró un maravilloso resultado, “convirtiendo la naturaleza en
hombre”, como hubiera dicho Marx. Pero al realizarlo los esclavos se
deshumanizaron, se convirtieron casi en bestias de carga, porque el producto de
su trabajo se les escapaba de las manos: su trabajo era trabajo forzado. Sin llegar
a tanto, el trabajo de un obrero industrial o de un niño en una mina que hemos
descrito antes, produce los mismos resultados. Marx describe la paradójica
situación de los obreros de su tiempo, que se sentían hombres cuando realizaban
actividades que tienen en común con los animales (comer, beber, engendrar) pero
se sentían animales cuando realizaban la actividad específicamente humana
(trabajar).
Recordemos
que Marx no está hablando de individuos aislados sino de clases sociales. No se
trata, por lo tanto, de que para evitar la alienación el zapatero se quede con
todos los zapatos que fabrica o el agricultor con todas las patatas que
cultiva. La alienación proviene de la contradicción que existe entre el hecho
de que la producción es siempre una actividad social, mientras que la
apropiación de sus frutos es privada, ya que la gestiona una clase que
además es minoritaria. Marx explica la alienación del trabajo por la
propiedad privada de los medios de producción, es decir, por el hecho de que
los instrumentos necesarios para producir los bienes que el hombre necesita
para su vida estén en manos privadas y no sociales, ya se trate de la tierra,
del ganado o de las fábricas. De tal modo que esa “transformación de la
naturaleza en hombre” no se cumple ni para el trabajador ni para el explotador:
para el primero porque el trabajo y sus frutos le resultan ajenos; para el
segundo porque no realiza la actividad humana por excelencia, que es el
trabajo.
Dicho
en términos más técnicos. El trabajo añade un valor a la materia que
transforma: el zapato vale más que el cuero de la vaca. Este valor que el
trabajo añade se llama plusvalía.
Pero la plusvalía que el obrero produce no vuelve a la sociedad de la que el
obrero forma parte, sino que se la apropia el propietario de los medios de
producción. Pagando, por supuesto, un salario al obrero para que siga
trabajando. Pero ese salario, aun en el supuesto de que fuera elevado,
nunca puede ser igual a la plusvalía, pues en ese caso el propietario no
obtendría ganancias. O sea que el que produce la plusvalía la pierde y quien la
goza no la produce.
La lucha de
clases.
Esta
situación provoca una lucha entre las clases sociales, lucha que para Marx
constituye el motor de la historia. Porque los intereses de la clase cuyo
trabajo es explotado nunca pueden coincidir con los intereses de quienes lo
explotan. Y esa tensión, que a veces toma la forma de lucha abierta y otras de
lucha larvada, se resuelve según las posibilidades que ofrece el momento
productivo del que se trate, y no según los deseos de sus actores. Es clásico
el ejemplo tomado de la guerra de secesión en Estados Unidos: el norte
industrializado se opone a la esclavitud; el sur cuya producción es más bien
rural, la defiende. La diferencia no hay que buscarla en razones morales. Lo
que sucede es que la esclavitud es una institución muy eficaz para el trabajo
rural, pero no sirve para una sociedad industrializada, a la que le interesa
fomentar el consumo y la consiguiente capacidad adquisitiva del pueblo, entre otras
razones. Y la guerra la gana el norte, porque la abolición de la esclavitud
coincide con lo que exige la marcha del proceso de producción, que tiende a
industrializarse.
Dicho
en términos más técnicos. En toda sociedad existe una tensión entre el modo de
producción de esa sociedad (rural, industrial, etc.) y las relaciones de
producción que se establecen entre sus miembros (esclavitud, trabajo
asalariado, etc.). Cuando las relaciones de producción son las adecuadas al
modo de producción vigente, la sociedad mantendrá su estructura, aunque existan
tensiones entre las clases (la esclavitud en el sur). Pero cuando los modos de
producción necesitan otras relaciones de producción para seguir desarrollándose
se producen procesos revolucionarios que cambian las estructuras de la sociedad
(la guerra de secesión y la abolición de la esclavitud). De modo que las
revoluciones no se basan únicamente en los deseos de los oprimidos sino que
deben adecuarse a la evolución histórica de los procesos materiales de producción.
Por no tener esto en cuenta fracasó la rebelión de los esclavos dirigida por
Espartaco en el Imperio Romano; el modo de producción de la época clásica
necesitaba la esclavitud para subsistir y por el momento no era posible su
abolición. Pero este proceso continúa. El capitalismo ha desarrollado
notablemente las fuerzas productivas, y al hacerlo ha creado una nueva clase:
el proletariado. Pero al crearla ha creado a la vez su propio verdugo, porque
el desarrollo creciente de las fuerzas de producción del capitalismo hará
crecer a la vez la fuerza del proletariado, que terminará tomando en sus
propias manos los medios de producción, que dejarán de ser propiedad privada
para pertenecer a la sociedad como tal. Es la etapa del socialismo, durante la cual el Estado tomará las riendas de la
producción estableciendo una dictadura del proletariado provisional, hasta
liquidar definitivamente el poder de la burguesía capitalista, momento en el
cual se iniciará la etapa del comunismo,
en la cual el Estado como aparato de poder desaparecerá por innecesario y
dejarán de existir las clases sociales antagónicas al no existir ya la
propiedad privada de los medios de producción que necesite ser defendida. Será
el momento en que cada uno aporte a la sociedad según sus capacidades y reciba
de ella según sus necesidades. El trabajo dejará entonces de ser una carga,
teniendo en cuenta que la tecnología habrá eliminado ya las tareas penosas y la
actividad productiva cumplirá por fin su papel de desarrollar la vida humana:
habrá terminado lo que Marx llama “la prehistoria de la humanidad” y comenzará
la verdadera historia.
La
superestructura.
Hasta
ahora nos hemos detenido en la estructura económica y social de la humanidad:
el papel del trabajo y su desarrollo a lo largo del tiempo. Para Marx, esta
estructura es la que determina también el modo de pensar de cada época
histórica: pensamos como vivimos, el pensamiento humano y todas sus creaciones
“espirituales” como el arte, el derecho, la filosofía, la moral, la religión,
sólo se explican como productos que surgen de esa forma de vida que tiene un
fundamento material, económico. Esos productos constituyen lo que llama una
“superestructura”. Lo cual no significa que esta superestructura sea un reflejo
pasivo de su base económica: si bien es cierto que depende de ella, también lo
es que las ideas influyen en la marcha de la historia y en este sentido
constituyen un aspecto importante en toda su evolución. Volvamos al ejemplo de
la guerra de secesión norteamericana: la esclavitud era considerada inmoral por
la mayor parte de los intelectuales del norte, mientras que en el sur se la
justificaba con argumentos éticos y religiosos. La explicación es evidente: la
moral de unos y otros era distinta porque sus normas surgían de un modo de producción
diferente. Para el norte industrial la esclavitud era un freno, para el sur
rural era una necesidad económica.
En
general, se denomina ideología
a la manera en que una sociedad se piensa a sí misma, es decir, al conjunto de
creencias y representaciones que tiene cada cultura y que incluyen una
determinada jerarquía de valores. Esta ideología, como hemos visto, no surge
tanto de la mente de los hombres cuanto del reflejo de las condiciones
materiales en que se desarrolla su vida, y como estas condiciones materiales
están alienadas, también lo estará la ideología. Si el pensamiento ilustrado,
por ejemplo, pudo insistir en los derechos y libertades individuales era porque
ya el individualismo tenía un papel importante en la sociedad: la burguesía había
tomado el poder y expulsado a la nobleza, cuyos derechos no eran individuales
sino pertenecientes a grupos familiares. Y lo mismo sucede con otros productos
culturales como el arte o el derecho: piénsese por ejemplo en la defensa de la
propiedad privada de nuestros códigos jurídicos, que legitiman así la propiedad
privada de los medios de producción.
Pero
la obra maestra de la ideología la constituye la religión. Para Marx, la
religión es la conciencia de un mundo invertido: como el hombre alienado en su
trabajo no produce su propia vida, inventa un ser que se la ha dado (Dios).
Como las condiciones de su vida no permiten la felicidad en este mundo, imagina
otro mundo después de la muerte donde será feliz. Logra así mantener una
ilusión que le permite creer en su realización personal, aun cuando la realidad
material diga otra cosa. La famosa frase de Marx: “la religión es el opio del
pueblo” expresa esta función de huída de la realidad y creación de mundos
imaginarios más hospitalarios que el real, común a todas las drogodependencias.
La
superación de la ideología alienada y mistificada sólo tiene una solución
radical: el cambio de la estructura material de la cual surge. La religión, por
ejemplo, sólo desaparecerá cuando las condiciones materiales permitan al hombre
realizar su propia vida en una sociedad que haya superado la alienación
mediante la abolición de las clases sociales. Lo cual no quita importancia a la
lucha ideológica: tomar conciencia de la alienación contribuye y acelera el
proceso de su transformación material.
Esta
descripción del marxismo se basa fundamentalmente en las obras tempranas de
Marx, sobre todo en sus Manuscritos de
economía y filosofía. Como hemos dicho antes, habrá que esperar a la
publicación de sus obras de madurez, sobre todo El capital, para encontrar su fundamentación económica, que
excede los límites de estos apuntes.
Nietzsche y el
cansancio de la razón.
Friedrich
Nietzsche (1844-1900) representa una ruptura radical con la
tradición del pensamiento que venimos siguiendo casi desde los comienzos de la Filosofía. De un
modo u otro, los pensadores más importantes de la historia se han dedicado a
cultivar la razón, aun cuando la entiendan de distinto modo: la definición que
Kant hace de la modernidad como “la mayoría de edad de la razón” resume muchos
siglos de historia del pensamiento. Nietzsche va a poner en cuestión no sólo la
razón moderna sino que la perseguirá hasta su nacimiento en Grecia, afirmando
que en nombre de ella el hombre occidental ha olvidado lo que Ortega llamará
“la realidad radical”, es decir, su propia vida.
No
será el único: en el siglo XIX y XX abundan los autores que, desde distintos
puntos de vista, ponen el acento en dimensiones de la vida que el pensamiento
racional había soslayado y que la Ilustración no había atendido suficientemente.
Pese a grandes diferencias entre ellos, se los suele agrupar bajo el rótulo de vitalistas: no niegan el papel de la
razón, pero consideran que la tradición occidental ilustrada ha olvidado otros
aspectos fundamentales de la vida humana. Quizás el predecesor de todos ellos
sea Arthur Schopenhauer (1788-1860), en quien Nietzsche se inspiró en su
juventud y a quien repudió en su madurez. Schopenhauer rechaza el racionalismo
de la Ilustración ,
en especial la filosofía de Hegel, e incorpora a su pensamiento la metafísica
religiosa del budismo, relacionándolo con el idealismo kantiano. Para él el
mundo es una mera representación engañosa, que no puede superar la razón sino
sólo la intuición irracional de la voluntad que no es más que la manifestación
en cada individuo de una Voluntad que constituye la misma esencia del mundo y
que explica desde el nacimiento de un insecto hasta las más sublimes obras de
arte. La supresión por parte del hombre de su voluntad individual para
identificarse con el todo constituye la versión filosófica del nirvana budista.
Otros
autores seguirán este camino que intenta superar el racionalismo de la
tradición ilustrada. Así por ejemplo Wilhelm Dilthey (1833-1911) va a
insistir en el carácter histórico de la vida, que el pensamiento metafísico
tiende a dejar de lado; Henry Bergson (1859-1941) reivindica la
originalidad del impulso vital y defiende la intuición como método para captar
el contenido de la vida, mostrando la insuficiencia de los conceptos y los
métodos tomados de las ciencias naturales. Y algo más tarde José Ortega y
Gasset (1883-1955) encontrará en la afirmación de la vida la posibilidad de
reconciliar las posturas opuestas de la Historia de la Filosofía. Pero
será la ruptura de Nietzsche con la tradición occidental la que marque un corte
con el pensamiento anterior. Pasa con Nietzsche algo parecido a lo que sucedió
con Kant: se puede compartir o no su postura pero es imposible ignorarlo si se
pretende seguir haciendo Filosofía.
La
vida de Nietzsche fue tan trágica como su obra. Vagó por Europa viviendo en una
soledad sólo acompañada por terribles dolores de cabeza y ojos, fracasó en su
vida amorosa y murió a los cincuenta y seis años después de haber pasado los
últimos once perdido en la locura. A pesar de ese escaso tiempo de vida
productiva, su obra constituye, junto con la de Marx, la filosofía más
importante del siglo XIX. Y como suele suceder con las grandes obras, la suya
ha tenido que soportar las interpretaciones más diversas, desde quienes la
consideran precursora del nazismo hasta quienes ven en ella un anarquismo
radical. Y su misma persona ha pasado de ser considerado un réprobo carente de
moral a convertirse casi en un psicoterapeuta que promueve la autoestima.
Seguramente Nietzsche reaccionaría indignado ante estas caricaturas y
simplificaciones, como ante algunos comentaristas que eluden sistemáticamente
algunas ideas suyas que resultan intolerables para nuestros oídos y justifican
esta censura apelando al respeto que se debe a la memoria del maestro.
Olvidando que el verdadero respeto a la memoria de un filósofo consiste en
tomar en serio todo lo que dice, guste más o menos al lector. Hay que
reconocer, sin embargo, que la interpretación de sus textos es difícil, ya que
su brillante estilo literario permite diversas lecturas de sus ideas y el
carácter de su filosofía (según sus propias palabras filosofaba “a
martillazos”) resulta muchas veces oscuro y hasta contradictorio. Aquí nos
limitaremos a comentar algunos de sus temas clave, renunciando a todo intento
de interpretación global.
Lo apolíneo y
lo dionisíaco.
Nietzsche
estudió profundamente en su juventud la cultura de la antigua Grecia. Y
encontró en ella, sobre todo en el teatro clásico, dos dimensiones vitales: una
de ellas es la que podemos llamar apolínea,
por referencia al dios Apolo. Consiste en la expresión del orden, el
equilibrio, la mesura, la armonía, el espíritu. Es decir, lo que ha quedado a
lo largo de la historia como la esencia del espíritu griego. Pero hay en Grecia
otros dioses muy distintos del perfecto Apolo, entre ellos el desmesurado
Dionisos (Baco en la tradición romana), que juegan un papel muy importante en
la cultura clásica, sobre todo en el teatro y la música. Es la corriente vital
que se expresa en las orgías dionisíacas: el exceso, la pasión, la desmesura,
el instinto, lo corporal. Nietzsche no reniega de ninguna de ellas: la síntesis
de lo apolíneo y lo dionisíaco es esencial a la vida como la unión de lo
masculino y lo femenino.
Pero
la tradición griega renuncia pronto a las formas dionisíacas: el miedo a la
vida, que caracterizará la historia de occidente, se encarna en la figura de
Sócrates y Platón, que inventan el “espíritu puro” y el “bien en sí”,
sacrificando para ello no sólo el cuerpo y lo material sino el carácter
histórico de la vida. La potencia de la cultura griega ha sido castrada: el
mundo de ideas que inventa Platón constituye la antítesis de la vida: es un
mundo eterno, inmutable, inmaterial, es decir, todo lo contrario de nuestra
existencia concreta. La metafísica del verdugo ha triunfado.
Y
esa tarea la continúa más tarde el cristianismo, “platonismo para el pueblo”,
en sus palabras. El mundo platónico de las ideas se transforma bien pronto en
el “más allá” cristiano: el destino del hombre ya no se juega en esta vida sino
en un más allá fantasmagórico: “...la vida acaba donde comienza el reino de
Dios”.
Esta
metafísica decadente fundamenta una moral antinatural: el cristianismo ha
consagrado como virtudes aquellos instintos “descendentes”, enemigos de la
vida, como la humildad, la paciencia, la obediencia, la compasión, mientras
estigmatiza como vicios las verdaderas virtudes vitales como el orgullo y el
egoísmo.
Ha
triunfado la moral del resentimiento. En la antigüedad el poder lo tenían los
fuertes, los aristócratas, los que eran capaces de imponer su voluntad
directamente y sin subterfugios. Ahora domina el espíritu sacerdotal, cuyo
poder se asienta en la culpa y el disimulo. Convenciendo al pueblo de que es
culpable el cristianismo ha conseguido imponer la moral del rebaño y vaciar de
contenido positivo la vida humana: es el nihilismo, es decir, el vacío como
fundamento de la vida, que alcanza su máxima expresión en la invención de un
Dios a quien se atribuye el poder que el hombre no es capaz de asumir para sí
mismo.
Dios ha
muerto; nace el superhombre.
Por
eso es necesario matar a Dios. Nietzsche es ateo, pero su ateísmo no es del
mismo tipo que el de Marx o el de Comte. . No se trata en su caso de una
cuestión teórica sino de una necesidad vital: Dios debe morir para que el
hombre viva, el hombre debe recuperar para sí mismo todo lo que el miedo a la
vida le ha llevado a poner en Dios. Y Nietzsche entiende por Dios no solamente
el de la tradición cristiana sino cualquier otro absoluto que esté dispuesto a
reemplazarlo como fundamento de la vida, incluyendo la ciencia y el socialismo,
muy presentes en su tiempo. Por eso, aceptar esta muerte es muy difícil, porque
implica asumir una absoluta soledad al prescindir de lo que hasta ahora daba
sentido a su existencia y comprender que sólo al hombre le corresponde crear
sus propios valores. La muerte de Dios implica renunciar a cualquier criterio
moral externo y situarse “más allá del bien y del mal”. Pero si el hombre se arriesga
a afrontar ese temor a la soledad puede contemplar una “nueva aurora” en la
cual “por fin aparece de nuevo libre el horizonte”: acaba de nacer el
superhombre.
Nietzsche
afirma que habla demasiado pronto: los oídos de la humanidad aun no están preparados
para este parto. Porque el superhombre representa la superación del animal
enfermo que es el hombre occidental para dar paso a un “animal magnífico” que
permanece “fiel a la tierra” y que es capaz de imponer la moral de los señores
frente a la moral de los esclavos, exaltando los instintos primarios de la vida
y creando sus propios valores. ¿Cómo podemos representarnos al superhombre?
Nietzsche ofrece imágenes muy distintas en distintos textos. En algunos de
ellos lo caracteriza como un hombre carente de cualquier debilidad compasiva,
capaz de imponer su voluntad a los hombres inferiores aceptando con buena
conciencia el sacrificio de estos (Nietzsche rechaza explícitamente la idea de
igualdad). Otros textos, por el contrario, parecen aludir a un hombre que ha
recuperado la inocencia del niño, capaz de amar sin necesidad de mandamientos
hipócritas y de odiar francamente, sin resentimientos ni disimulos.
Posiblemente ambas visiones son compatibles en un pensamiento que no se
caracteriza por estar demasiado sujeto al rigor lógico clásico. Lo que no
parece aceptable por parte de un comentarista, como hemos dicho antes, es
seleccionar los textos más afines a nuestros criterios, ocultando los más duros
de escuchar, como se ha hecho con demasiada frecuencia.
La voluntad de
poder.
El
eje alrededor del cual se mueve todo el pensamiento de Nietzsche es, sin duda,
el de la vida. Pero la vida, según sus palabras, hay que entenderla como
voluntad de poder. Desde este punto de vista, la vida tiende a la expansión y a
someter todo lo que le es ajeno, incorporándolo a su propio ámbito, superando
todas las resistencias que se le oponen. Lo cual nos lleva a una nueva
definición del bien y del mal: como dice en El Anticristo, lo bueno es “el poder mismo en el hombre”; lo
malo “todo lo que procede de la debilidad”. De tal modo que “los débiles y
malogrados deben perecer... y además se debe ayudarlos a perecer”, y el fuerte
debe evitar la compasión como uno de los peores vicios, porque sólo le lleva a
compartir la debilidad de aquel a quien compadece.
Pero
esta brutal simplificación de la vida es sólo una de las dimensiones de
Nietzsche. No puede olvidarse su aguda denuncia de la moral del resentimiento,
basada en un temor patológico a todo lo vital, que cualquier habitante de esta
Europa ha tenido que sufrir en su educación. Una moral difundida por
innumerables púlpitos, confesionarios y despachos oficiales convencieron a
generaciones enteras acerca de la maldad intrínseca del placer sexual, de la
necesidad de someterse a los amos de turno, de la superioridad del deber frente
al amor, del carácter sospechoso de la afectividad, de los peligros de la
libertad y la espontaneidad, del desprecio que merece el cuerpo humano y todos
sus placeres. La utilización de la culpa ha sido una de las principales armas
para convertir al hombre en un dócil esclavo dispuesto a sacrificar lo que
tiene de más valioso: su propia vida.
Quizás
Nietzsche no ha encontrado otra manera de reaccionar contra esta moral
hipócrita que defender una concepción biológicamente racista de la moral y de
la historia, añorando unos imaginarios paraísos antiguos en los que dominaban
los auténticos nobles “de la raza rubia, es decir, de la raza aria de los
conquistadores”, capaces de imponer su voluntad de poder a los débiles. Imagen,
sin embargo, que no se puede comparar con la exaltación de la raza que hizo el
nazismo, con el que seguramente Nietzsche no hubiera simpatizado en la medida
en que el programa de Hitler constituye una apología de la mediocridad antes que
una exaltación de la excelencia. Como se ve, contradicciones no faltan.
Nietzsche
no cree que exista otra moral posible que la de someterse a una norma exterior:
“autónomo y ético se excluyen”, dice en una de
sus obras. Kant decía justamente lo contrario: sólo existe moral cuando la
norma procede de uno mismo. Y hoy esa discusión sigue vigente. En cualquier
caso, no puede negarse que la crítica nietzscheana a la moral occidental hay
que tenerla en cuenta: lo que hizo Nietzsche alguien tenía que hacerlo, aunque
sea necesario discutir el modo en que lo hizo.
El eterno
retorno.
Nietzsche
entiende el tiempo de una manera cíclica, similar a la de los viejos griegos.
El tiempo no es una línea que conduzca a alguna parte sino una rueda que repite
eternamente lo mismo. La diferencia está, entre otras cosas, en que el tiempo
lineal implica que la historia conduce a alguna parte, que tiene una finalidad
y un sentido, como supone el cristianismo, que anuncia el fin de los tiempos
con la segunda venida de Cristo y el juicio final. O como en el caso del
marxismo, que anuncia una sociedad sin clases. La historia cíclica, por el
contrario, despoja al tiempo de toda supuesta finalidad: el instante presente
vale por sí mismo, y no porque sea el camino a alguna parte. Como todo se
repite, la voluntad de poder puede con todo, hasta con el pasado: cada instante
es eterno y no un paso en un sendero que nos conduce más allá. En cualquier
caso, el mismo Nietzsche afirma que es demasiado pronto para que la doctrina
del eterno retorno pueda ser comprendida plenamente; muchas de sus afirmaciones
sólo tendrán sentido cuando el animal enfermo que es el hombre occidental haya
dejado paso al superhombre. Con todas sus oscuridades, desmesuras y
contradicciones, la obra de Nietzsche constituye una de las interpretaciones
más agudas e implacables de nuestra cultura occidental, aunque convenga evitar
el riesgo de convertir sus reflexiones en un programa político y social.
José Ortega y
Gasset (1883-1955) también participa de esta tradición
existencial y de la herencia de la fenomenología de Husserl, aunque tampoco él
se definió como existencialista. Probablemente Ortega anticipó muchos aspectos
del análisis de la existencia humana que popularizó Heidegger, aunque su
condición de español y la claridad y elegancia de su lenguaje no ayudaron a que
fuera considerado internacionalmente tan profundo como su contemporáneo.
Además, su filosofía se expresó frecuentemente en ensayos periodísticos,
conferencias y críticas literarias destinadas al gran público, evitando el
academicismo erudito. Durante los años del vaciamiento cultural que provocó el
régimen de Franco, tuvo el mérito de traer a España el pensamiento que se
desarrollaba por entonces en Europa, intentando colocar a su país “a la altura
de los tiempos”, según sus palabras. En este sentido, Ortega es uno de los
iniciadores de lo que hoy llamaríamos el “europeísmo”, aun cuando su postura
ante la realidad de España sea francamente pesimista.
Su
punto de partida, como el de todos los que cultivaron el enfoque existencial de
la filosofía, es el análisis de la vida. Encontramos en él muchas ideas
semejantes a las que hemos recorrido desde Husserl hasta Sartre. La vida es la
realidad radical, es decir, el lugar donde radica todo lo que hacemos y
nos pasa, es un quehacer y no una sustancia, un drama y no una cosa, y en este
sentido el mundo en que vivimos es parte integrante de la vida: “yo soy yo y
mis circunstancias”. A diferencia de las cosas, el hombre no tiene naturaleza
sino historia: es lo que no es (un proyecto) y no es lo que es (un ser ya
definido). Desde este punto de vista la búsqueda de la verdad debe evitar tanto
el absolutismo (la verdad ya terminada) como el relativismo (todo vale lo
mismo). Ortega, fecundo inventor de nuevas palabras, apuesta por el perspectivismo: la verdad es siempre
una perspectiva histórica que se construye colectivamente y que por lo tanto
siempre queda abierta a nuevos puntos de vista.
Y
esta centralidad de la vida permite superar los dualismos que han marcado la
historia de la filosofía: la disputa entre realismo e idealismo, por ejemplo,
proviene de una falsa opción entre yo y el mundo, que encuentran su unidad
radical en la vida. El ser que buscaba Heidegger no deja de ser una
interpretación más de esa realidad radical.
Y
lo mismo sucede con la razón y los sentimientos. Otra palabra de su invención
define su postura como raciovitalismo:
la razón vital no es la razón que piensa la vida sino la vida misma que
necesita la razón para poder vivir. De ahí que junto con nuestras ideas (los pensamientos que se nos
ocurren) existan nuestras creencias
(aquellas certezas con las que contamos, el terreno sobre el cual la vida se
mueve) y que no pueden reducirse a los productos de la razón abstracta a los
que se ha limitado frecuentemente la filosofía.
La
influencia de Ortega ha sido considerable en España y los países de habla
hispana pero muy limitada fuera de ellos, quizás con la excepción de Alemania,
siempre interesada por lo español. Entre los pensadores más conocidos que se
consideran deudores de su obra se pueden mencionar a Manuel García Morente,
Xavier Zubiri, José Gaos, Julián Marías, María Zambrano, Pedro Laín Entralgo.
Habría
que mencionar a muchos otros autores para completar un panorama de la filosofía
existencial, como Miguel de Unamuno en España, Gabriel Marcel en
Francia y Karl Jaspers en Alemania. Si hemos elegido a los anteriores no
es por considerarlos más importantes que los ausentes sino porque los creemos
suficientemente representativos de los temas centrales del pensamiento
existencial.